El riachuelo, casi seco, sigue, como hace milenios,
amamantando al bosque viejo. Los olores del otoño se disuelven apaciblemente en la
tarde amarilla y cálida. Una tímida lluvia de hojas sonrojadas empapa de
colores las veredas y los prados. Entre la diáfana atmósfera, quieta de viento
sur, los reflejos de un sol moribundo juguetean con la arboleda, con el arroyo,
con los musgos y los helechos. Flotan gotas de otoño en las aguas aquietadas. Mariposas,
libélulas y aves acarician la luz de la tarde que pasa eterna bajo el puente
del presente. Un soplo de aire, acalorado, baja de las montañas y mueve las copas
de los árboles, y, un chaparrón de bellotas y avellanas empapa de futuro y
alimento el suelo y el agua. Tú y yo, quietos, nos dejamos mecer por los
minutos perpetuos. Buscas mi mano entre los juncos; escrutas el horizonte
inexistente; examinas tu mente con cuidado buscando brotes de emociones y huellas
de sueños que divagan. Nos arrebujamos con la sábana de la tarde madura; momentos
de cosecha en nuestros corazones que lloran. Abrazas mi espíritu y mi cuerpo en
carne viva, besas la tarde con tus ojos y con tus manos. Y nos vamos con el sol
por el sendero hacia la noche.
Mientras, como hace milenios, el bosque casi seco amamanta
al arroyuelo que serpentea entre sus brazos.
Juan Goñi
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