Guardar silencio para tragar saliva.



 Mis amigos fotógrafos de Sagunto y de Donosti, en Artikutza.

Se van las últimas migajas del otoño, resbalan por el rostro del mundo como lágrimas frías, entre suspiros; estremecimientos que se disipan como el calor del sol hoy incapaz. Se van los convidados de piedra, forasteros siempre y en todo lugar. Nos quedamos entre los bosques brumosos, desnudos e impasibles;  sus nómadas somos viajeros del sol, que nunca nos alejamos demasiado. Y el bosque, lechoso de nieblas, silencioso como nunca, nos cuenta cosas entre sollozos escondidos, clamando mudamente su soledad. Llueve en el bosque aunque no llueva, cala dentro, y uno se escurre hasta la Tierra cenagosa y se embadurna de las cosas que pasan.

Hay veces que hay que ser combatiente en la convicción; convertirse en un Basajaun leñoso, valiente y sólido. Convencerse, persuadirse, buscar el calor entre los leves aleteos, en los arroyos vivaces, en las caricias de las gotas de niebla que el bosque destila. Llenar la estufa de certezas y arrimarse al arrullo del fuego. Sacarse las botas empapadas, despojarse de los guantes sucios, enjuagarse los ojos de sombras y dejarse hipnotizar por las llamas que bailan.

Para tragar saliva hay que guardar silencio.

Cantan los designios de la vida, meditan y susurran adagios. Entrañas sometidas al duro examen del recogimiento. Intelecto demolido, raciocinio extraviado en el imperio del sentir. Vivir al son del Mundo tiene estas cosas. Vivir es  solo una forma de vida. Y ahora, si me permites, voy a cargar un poco más la estufa… ya se me quedaron, de nuevo, los pies helados. Afortunadamente aún me queda leña. Compadecerse no calienta; ni siquiera los pies.

Juan Goñi

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