La fuerza de la Naturaleza.




La poderosa marea de la primavera empieza a comerse el mundo por momentos. Irresistiblemente. Nada ni nadie es capaz de escapar al influjo del sol que crece por momentos, y a las ganas incontenibles de la Naturaleza por pervivir, por multiplicarse, por llenar el mundo de vida, de belleza y de música. Y así los paisajes mudan rápido, a ojos vista, en la más formidable demostración de la verdadera “fuerza de la Naturaleza”, que no es otra que la prodigiosa fuerza de la vida por perpetuarse.

Muchos de los árboles que salpimientan las campiñas aparecen cuajados de flores blancas, rosas o amarillas. Los prados amanecen alfombrados de dientes de león. El bosque entero despierta y millones de yemas revientan de nuevas hojas verdes. Entre el fértil humus del bosque, alimentado por el otoño, fermentado por el invierno, surgen narcisos y otras mil flores clandestinas. Es la hora de oler, porque el mundo entero huele a bebé, a limpio, a paisaje recién estrenado. Es la hora de escuchar, porque cada rincón de mi planeta se ha convertido en una sala de conciertos donde incesantemente y a la vez se interpretan las canciones más veraces y más auténticas, las melodías más limpias y antiguas, la verdadera música del mundo. Es la hora de acariciar con cuidado el musgo que abriga a mis hayas, delicia húmeda y suave. Es hora de acicalarse el alma y sacar la colada al solano curativo. Es la hora de aferrarse fuerte a los procesos naturales y dejarse guiar por ellos hasta las admirables bóvedas de las catedrales boscosas. Es hora de alimentarse de belleza hasta quedar exhausto. Comerse el mundo entero con los ojos, restañar las heridas en los manantiales cantarines, limpiar los tímpanos de tanta inmundicia, y dejarse llevar por la colosal ansia de vivir. Extasiarse ante el esplendor de un arroyo limpio y vivaracho. Amodorrarse mientras la tarde pasa despacio ante mis ojos, la espalda apoyada en el viejo aliso, frente al rio lento y profundo. Dejar pasar los siglos a mi lado mientras me abandono entre los vaivenes del canto cristalino del mirlo enamorado; ojos cerrados, alma abierta de par en par para que me penetre cada trino, y cada murmullo, y cada pizca de brisa, y cada chispa de esta luz primaveral. Ser uno con lo que me rodea, rendido y desarmado, enamorado de la vida y sus procesos, de la belleza gratuita que me hipnotiza y me sana, y me reanima.

Mis dedos buscan el sol, como hacen los dedos de los robles. Mis oídos buscan la mañana trasparente que llega desde los horizontes rojos. Mi vida busca más vida, y se reconoce, y se apacigua, y reposa.

La primavera pare planes de futuro entre jadeos y reflejos. Es su primer cometido, cuando aún no sabe exactamente que hacer por mis paisajes. Y a mí me desempolva la mirada para que la vea tan guapa. Y así, un año más, me enamora.

Juan Goñi

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