El otoño es un adagio. Se ralentizan los ritmos de la vida,
que van y vienen suavemente, como las olas mínimas de un lago quieto. Caricias
en el corazón, mimos al alma que suben desde el estómago. El otoño contagia sus
formas y sus cadencias, lentas, profundas y melancólicas. El observador se
solaza entre las parsimonias armoniosas, se recrea en la profundidad de su
sinceridad, de su sosiego, de su inmensa alegría de saberse acabado.
El otoño baila al compás de su regreso. Nos retorna a
nuestras raíces más profundas, a nuestro interior más entrañable. Retozan mis
entresijos entre los lodos medulares de mi conciencia, y me sorprendo a mi
mismo temblando en el eterno ir y venir, entrar y salir de la Naturaleza.
Acuden regresos a mi esencia frágil, indefensa y descubierta. Se desmoronó el
cascarón de mi corazón junto con las primeras hojas amarillas, y ahora percibo
cada soplo de brisa como un huracán emotivo que me anega y me ahoga.
Lo que más me gusta me aflige. El otoño es un estado de
ánimo. Un sentimiento que se contagia desde la mirada, en el silencio de los
aromas que inundan el horizonte. La Naturaleza expira, se sumerge en su propia
identidad, se revuelve hacia a dentro de si misma devorando su propia esencia.
Y yo, asintiendo, la sigo en este camino hacia el crepúsculo.
Juan Goñi.
0 comentarios:
Publicar un comentario