Urradi, entre Oroquieta y Saldías, en Basaburúa Menor.
Mi casa tiene una alfombra
infinita, brillante y limpia, que tiñe de bronce los atardeceres leves del
otoño. Cruje bajo mis botas, atenúa mis
pisadas torpes y me devuelve cada huella como una caricia esponjosa.
Mi casa esta cubierta por una
cúpula hermosa e interminable, dibujada de verdes y amarillos. En ella se
refugian mis ojos. Por entre sus inmensidades enfoscadas de oro puro revuela mi
alma soñadora. Anegando sus vericuetos imposibles, las siringes de mis hermanas
emplumadas revolotean melodías ancestrales de gracias sin fin.
Mi casa está plena de columnas
que suben al cielo orgullosas, todas diferentes, teñidas en plata, adornadas
con musgos, ataviadas de mil líquenes.
Me gusta acariciar sus cortezas bruñidas y dulces, como quien acaricia la
escultura de tu cuerpo desnudo. Efigies
vivientes de paz y sosiego, se pierden los árboles en la arboleda perseguidos
por mi mirada saltarina.
Mi casa contagia silencios,
exporta sosiegos y calma, rebosa serenidad que abraza a mis desvelos. Mi hogar
arde sin quemar, de ocres y amarillos, de verdes y hechizos. En ella dormita tu
alma cuando no estás; en ella reposa tu recuerdo, amarrado a su estruendo de
silencio.
Mi casa es un palacio sin nombre,
embrujado de gracia y galanura, opulento de riquezas que viven, encantado por sortilegios
escondidos entre sus bóvedas y columnas, entre sus arcadas mesuradas y
apacibles.
Pasear por sus arbóreas estancias
es soñar, delirar con mundos que fueron y que viven muriendo. Vagar por sus
templos sin número ni religión, errabundos pasos sin destino más allá de la
siguiente zancada dubitativa, es encontrar lo que perdimos por el camino.
Doscientos mil años de tránsito errante para regresar a los dominios de Gaia,
hijo pródigo de una Tierra que bendice sus obras con cálidos abrazos que
vuelan.
¿Recuerdas? Tu casa te espera.
Yo también.
Juan Goñi
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