Orilla de otoño.
El rio baja cansado, menguado y
lento. Parece exhausto de tanto verano. Arrastra suavemente las primeras hojas
de aliso, alguna bellota de roble, pequeñas ramitas que navegan; girones de
bosque que emigran. Casi no suena el agua al transitar; si escuchas atento,
quizá solo el sordo rumor de una caricia en las orillas. Un cálido viento de
sur zarandea bruscamente los árboles de la ribera, llenando el paisaje de hojas
que vuelan atolondradas, que buscan indecisas el suelo o el cielo.
Me acomodo en una pequeña playa con
arena. Me guardan y ocultan dos grandes alisos que crujen de vez en cuando ante
las embestidas del viento. Sus raíces, como dedos huesudos de una bruja de
cuento, se meten en el agua tranquila; manos esqueléticas que pretenden atrapar
mil reflejos líquidos. La orilla está cubierta de hojas inmóviles, espectadoras
de la suave huida que sus hermanas recrean en la corriente.
Extraños sentimientos de
tristeza, de despedidas; sensación de ausencia que se consolida con cada hoja
que se pierde tras el remanso de cristal.
Estamos en las orillas del otoño.
A veces envidio a esas hojas que fluyen hacia el mar. A veces me gustaría
partir con ellas, expulsarme del paisaje y dejar aquí solo los ojos; ser
testigo sin presencia del lánguido nacimiento del otoño.
Pero aquí me quedo, cabizbajo, sin
saber muy bien dónde meterme para dejar ya de molestar.
Juan Goñi
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