Paseando en el otoño del bosque.
Foto de Ángel Villalba.
Tiene 38 recién cumplidos, dos
hijos y un marido que la quiere. Disfruta de una situación económica
desahogada; tiene un buen puesto en una empresa de prestigio, un sueldo acorde
con las responsabilidades que se le encomiendan. Pueden permitirse el lujo de
enviar a sus hijos a una de las mejores escuelas de la ciudad; niños sanos y
fuertes que siguen siendo el principal soporte de su vida. Conduce un elegante
utilitario, viste con calculada y sutil elegancia; acude a la peluquería una
vez por semana y visita la piscina los lunes y los jueves. Cuida su cuerpo y su
aspecto. Es reservada, responsable, esposa solicita y cariñosa, madre afectuosa,
hija atenta, amiga cordial y simpática. Disfruta de una vida ordenada y
aparentemente sencilla, cómoda.
Hoy Iker, su hijo mayor, derramó
la taza del desayuno. Y ella, repentinamente, estalló. Por primera vez en su
vida abofeteó a su hijo, maldijo chillando su torpeza y su falta de cuidado. El
niño se fue llorando al cole, sin intuir nada. Ahora, en el trabajo, los
remordimientos no le dejan concentrarse. Los correos electrónicos se estancan,
los presupuestos no avanzan, las llamadas de teléfono no logran sacarla de este
estado de aturdimiento. Allí está, detenida en su elegante despacho, con la
mirada fija en el ventanal por el que resbala el otoño en forma de mil frías
gotas de lluvia. Indiferente, adormecida, se cuestiona su vida un millón de
veces por segundo.
Y, súbitamente, el llanto. Las
lágrimas que afloran a borbotones como la lava de un volcán. Los sollozos que
surgen de lo más profundo, que agitan bruscamente su pecho. El rímel que resbala
por su rostro, las manos temblorosas que buscan un pañuelo en el bolso de marca,
el hipo que marea, la convulsión de un gemido sin prudencia. Ya no hay
contención, ni discreción, ni cordura. Hoy necesita llorar todas las lágrimas que
consiguió rehuir en 30 años. Ha desertado de la oficina a las once de la
mañana, tras una escueta excusa. Le han pedido un taxi; una taza de tila que
nunca beberá se enfría en la mesa de su oficina. Ahora las paredes vacías de su
risueño apartamento son las únicas testigos de sus lágrimas. Dolor insondable,
inexplicable, dolor insaciable.
Ya lleva dos semanas sin acudir
al trabajo. El doctor le diagnosticó un trastorno ansioso depresivo,
probablemente debido al estrés. Le recetó ansiolíticos, reposo y tratamiento psicológico.
Su marido no entiende nada. Su madre se ocupa de la casa y murmura incomprensión
por los rincones. Los niños callan asustados. Ella se esconde en el dormitorio,
lloriquea en silencio, y no sabe qué decir. Se siente culpable, aunque no sabe
muy bien de qué. Solo quiere salir del agujero en el que está, y no sabe cómo
ni cuándo.
Ayer vino al bosque conmigo, aún
no sé qué la trajo aquí. Llovía. Su cara mostraba huellas de cansancio, sus
ojos eran pozos tristes. Yo no hablé, no sabía de qué; ella tampoco. En medio
del sendero volví mi mirada hacia ella y vi las lágrimas rodando por su rostro,
mezcladas con la lluvia. Me detuve y la cogí de las manos frías.
.- Grita. – Le dije – Lo más
fuerte que puedas. Grita ahora.
Su voz sonó como el gruñido de
una bestia herida. Primero quedamente, después más y más fuerte. Maldijo al
mundo, a la vida y sí misma. Sus improperios se perdían en el bosque quieto, se
diluían en la lluvia. Hasta que poco a poco se fueron apagando, hasta quedar en
silencio.
.- ¿Estás mejor? – le pregunté.
.- Si, mucho mejor. Me hacía
falta esto. Hace muchos años que necesitaba esto.
.- ¿Los gritos o el bosque?
.- Creo que las dos cosas.
Sonreía levemente cuando bajó la
ventanilla del coche para despedirse.
.- Gracias, Juan.
.- A mí no. Dale las gracias al
bosque. Creo que él te comprende. Creo que se entienden mejor las cosas cuando
estás dentro de él, con él. Creo que quizás los dos hemos entendido algo hoy.
.- Sí. Abraza a Basajaun de mi
parte. Ha debido salir huyendo al oír mis aullidos.
.- Lo haré. Pero él no ha huido.
Ha aullado contigo. Por eso sé que el bosque te entiende y te siente. Vuelve
pronto. Creo que Basajaun quiere hablar contigo.
.- Sí. Lo sé.
Tu sonrisa se abrió como una
flor. Una sola lágrima rodaba por tu mejilla. Y ya no era una lágrima de dolor.
Juan Goñi
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