La lluvia según Wenceslao Fernández Flórez. El bosque animado.

"Había una nube de color de topo apoyada en el monte Xalo, una nube pesada y desmedida que abrumaba el horizonte. Y vino el viento sur, afirmó los pies en el valle y se la echó a los hombros como un mozo puede cargar un saco de trigo colocado en un poyo. Pesaba tanto la nube  que en la tierra se sentía el aliento tibio y húmedo del viento que jadeaba ráfagas. Quería llevarlas hasta el mar, aún lejano: pero al pasar por el Cercebre los pinos que hay en las alturas de Quintán rasgaron la cenicienta envoltura y todos los granos de agua cayeron, apretados, sucesivos, inagotables, sobre la verde y quebrada extensión del suelo.
Llovió tanto que parecía mentira que restase aire para respirar en el espacio lleno de hilos líquidos y de partículas acuosas que iban y venían, flotando, con aspecto de diminutos seres vivos, como si aquel mar tuviese también su plancton... En los establos penumbrosos, los bueyes fumaban su propio aliento, y en el balcón techado del cura, el gato - con la cola pegada al costado izquierdo, como una espada-, sentado sobre su vientre, miraba con ojos de chino una hora y otra hora, entre los barrotes pintados de azul, cómo caían tubitos de cristal desde las tejas, adormecido en romanticismo.


Entonces la tierra se puso a trabajar, según su vieja sabiduría, para no anegarse, porque a la tierra le dura aún el terror del Diluvio y por eso emana de ella no sé qué de expectación solemne y de angustia que nos penetra imprecisamente cuando la flagelan los chubascos. ¿Dónde meter, Señor, tanta agua? ¿Qué hacer con ella? Y primero la escondió en los sembrados esponjosos y bajo la hierba de los prados, y luego hizo barro del polvo de los caminos, y como aún caía más, todo se dedicó a ayudarla. Las plantas bebieron hasta engordar; las corredoiras aviniéronse a convertirse en cauces; los arroyuelos que bajan hasta el río, olvidados entre herbazales se dieron una prisa ruidosa en llevar y verter su hinchada corriente; cada planicie arada se hizo cartel de escudo, a barras alternadas de plata y ocre, y como escudos de metal abandonados nacieron aquí y allá charcos inmóviles. En la fraga todos trabajaron también: los musgos se ensancharon; las piedrecitas de cuarzo de los senderillos dieron toda la tierra que adhirieran y se quedaron blancas y delatadas; cada hoja cargó todas las gotas que pudo soportar y las sostuvo en lo alto, y esos enanitos de gorros de colores que son los hongos y que tienen sangre de agua porque son hijos de la lluvia, nacieron a centenares, bruscos como un milagro, maliciosos y burlones; porque uno de tallo encorvado que tenía un remate plano e irregular, era evidente que caricaturizaba a la bruja de orto, que atravesaba la fraga con un viejo paraguas abierto , y otro pequeñito y de rojo casquete quería sin duda remedar a la niña del molinero que, cuando llovía, pasaba llevando una antigua y breve sombrilla encarnada de su madre."

Wenceslao Fernández Flórez
"El bosque animado" - Fragmento.  

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