¿Tu los oyes?



Los bosques mágicos de mi tierra parecen avanzar como un ejército limpio y atávico. Parecen andar las hayas trasmochadas, los robles imponentes, los fresnos y los alisos. Imagino sus entrañas enojadas, sus hojas temblorosas de ira contenida, sus raíces fuertes empuñando las esencias de la Tierra, sus ramas como armas levantadas al cielo, claman su fiereza a los cielos grises del hollín de su sangre calcinada. Los ejércitos inconmensurables de Irati, de abetos firmes; los batallones de robles de Basaburua y de Ulzama; los pequeños rodales de encinas y carrascas en Baldorba o en Lóquiz; las choperas y los sotos que avasallan al rio en Tudela, en Peralta o en Gallipienzo; todos y más dispuestos para la última batalla. Mesnadas de pino carrasco de La Negra y del Vedado de Eguaras, batallones de espartales, de ontinas y de tamarices en La Blanca o en Ablitas; inmensas tropas de hayas que marchan desde Belate, desde Kinto Real o desde Bertiz. Pequeñas guerrillas de carpes escondidas en San Juan Xar, o venerables gigantes que vieron marchar a las falanges romanas, como la Encina de las Tres Patas en Mendaza, o los titánicos robles de Jaunsarats. Y a sus órdenes millones de arces, de fresnos, de castaños, de sauces, de acebos mágicos, de duros bojes. En el suelo, inconmensurables cantidades de sabinas, helechos, ruscos, zarzas y cardos, oteas, diversas hierbas y pastos, henos y pajas…

Pero todo es un sueño. Todo lo que mis árboles y mis bosques hacen en su defensa es permanecer, es mirar, esperar, es dar vida y oxígeno, belleza y calma, paz. Y en su silencio claman atención, cariño y respeto. Si me paro junto a ellos, si intento comprender su idioma de energía telúrica, adivino que su lamento es una plegaria hacia el Hombre, aquel mono que vio saltar entre sus ramas, y que hoy se revuelve contra el Bosque y lo asesina, lo envenena y lo quema.

No se rinden mis Bosques aunque son masacrados, no pierden su integridad ni su dignidad. No agachan la cabeza ni doblan su espalda, no claudican. Solo se lamentan en silencio atronador:
“¡Mírame! Hijo mio, ¡mírame! Soy tu Madre. ¿Ya no me reconoces? Al menos, mírame a los ojos mientras me matas”.

Y mientras le sostengo la mirada al Mundo, mis ojos se nublan de lágrimas espesas y blancas. Y me vuelvo hacía ti y te pregunto:

.- ¿Tú los oyes?

Juan Goñi

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