Las casualidades, que no existen.





Viajábamos en silencio por caminos atascados en verde. Tus ojos fijos en el horizonte, tan atentos, tan vivos. El futuro iba aterrizando en nuestro presente dócilmente, instante tras instante. El sendero revirado se abría de pronto ante un prado, o ante un paisaje, y nuestra mirada recobraba la luz perdida como un relámpago. 
Tus labios musitaban canciones como susurros. Atronaba el bosque su silencio, interludio de nuestra mudez nocturna. Tu bastón removía la hojarasca a cada paso, dibujaba senderos en el sendero, marcaba el compás de nuestra vida a golpe de instantes recordados por venir.

Me jurabas que las casualidades no existen. 

El sol se metía ya entre los árboles. La atardecida, próxima, dibujaba sombras y reflejos y pintaba de otoño sotos y arroyos. Los murmullos del agua se fundían en el paisaje, desleído entre nuestras palabras calladas.
Volvíamos ya, despacio, casi sin querer. Tocaba a su fin nuestro momento, por el momento.

Se pueden decir muchas cosas callando. 

Casualmente cantó un zorzal en la espesura. Casualmente el ocaso dibujó una sonrisa en el rostro del bosque, y el sol matizó tu semblante con la luz tenue del atardecer.

Las casualidades no existen, me jurabas. 

Casualmente nos despedimos, mientras el reloj marcaba la hora que no existe. Y en aquel mismo instante, inesperadamente, nació el Otoño.

Juan Goñi.

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