El arroyo baja cantarín, entre hayas y rocas, entre setas y
hojarasca, por entre el bosque silencioso. Serpentea por aquí y por allí,
buscando compañía. Su canción eterna llena la atmósfera quieta con armonías
siempre diferentes, a veces leves como susurros de elfos encantados. Cada
recodo, cada pequeño rápido, cada diminuta cascada es una deliciosa obra de
arte en su pequeñez aparentemente trivial.
Un poco más allá, las rocas vestidas de musgos que todo lo
cubre, aparecen de entre la hojarasca. Aparentan ser rebaños verdes que pastan
humus ocre y fértil. Finalmente el suelo se abre y el hilito de agua se despeña
por el agujero negro y sin fondo. Desparece el riachuelo de la vista para
viajar por las profundidades ignoradas, para ser arteria que alimenta el
corazón de este paisaje que sobrecoge.
Me gusta recogerme entre los cánticos de este riachuelo. La
suavidad del suelo delicado, la abrupta aparición del abismo negro en medio del
mismo, la inviolable serenidad del paisaje me hipnotiza. Estos son lo sitios a
los que me gusta traerte, rincones deshabitados que no aparecen en los mapas,
escondidos de las muchedumbres bulliciosas, quietos en su indestructible belleza.
Tú y yo, en el pacto indisoluble de no agresión a este ser que es mi padre y es
tu padre: El Bosque.
Desvestimos nuestro corazón, desnudamos nuestra alma
sosegada y nos dejamos mecer por el arrullo de la Madre Agua, acunada nuestra
mirada en el vaivén suave del viento; volvemos a la cuna de donde salimos, y
nos hacemos hermanos de lo viviente en el silencio reposado del Otoño.
Juan Goñi
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