Los ciervos y yo en el Bosque desierto.



 
Ahí están, entre la niebla, en el claro del bosque. Son dos hembras con sus cervatillos de segundo año.  Me quedo absolutamente quieto; el viento me favorece, el silencio es esencial. 

Todavía lactantes, aunque por poco tiempo, los cervatillos hacen un alto en sus juegos y carreras para apaciguarse al lado de sus madres, que rumian y descansan entre la lluvia.

Muy despacio saco la cámara de fotos. Están muy lejos, pero aun así quiero que puedas verlos allí, a lo lejos, entre el verde pasto del claro escondido del bosque. De pronto una de las mamás se levanta, lo que aprovecha inmediatamente su hijo para tomar de su teta leche y vida.

No me moví durante incontables minutos, ellos bajo la lluvia fina del amanecer, yo bajo una enorme haya que goteaba gotas orondas y frías sobre mi.

Saborear un  lapso de tiempo en el que todo se para, en el que no hay más razón que ellos y yo en medio del bosque desierto. Cantaban quedamente pajarillos tímidos. Sobrevuela varias veces el gavilán sus dominios; se abre la atmósfera a su paso, rasga su silueta la niebla con suavidad, limpiamente, sin ruido, y huyen de él lavanderas, carboneros y petirrojos, que buscan su salvación el la espesura. Los ciervos, serenos, reposan tranquilos.

 
De pronto la familia de ciervos se inquieta. Quizá un soplo de viento los ha alertado de mi presencia. Quizá ha sido un ruido, un reflejo… quizá ese sexto sentido del que los animales del bosque parecen disfrutar. Miran y rebuscan expectantes entre los lindes del bosque la causa de su intranquilidad, y de pronto, en un instante, corren saltando y desaparecen por entre las hayas mojadas. Y yo lucho contra los calambres que inmovilizan mis piernas mientras continúo mi paseo por la espesura de este mágico bosque que se inunda de otoños.

Juan Goñi
 

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