Ahí mismo empieza Baztan.



 Oronoz Mugairi. Al fondo, Legate.

Aprovechando una espléndida tarde de principios de otoño, me lanzo ávido al bosque montaraz de las proximidades de Narbarte. El sol pinta el paisaje con un tono amarillo, casi ambarino. El sendero se empina por momentos y la respiración se acelera. El dulce melancólico canto de un camachuelo me sirve de excusa y me detengo a escuchar y a buscar esta joya alada por la enramada. Me rodean viejos castaños que han cubierto el suelo de sus frutos arrebujados en afilados erizos vegetales. No se ve al camachuelo, pero se le oye. Es hora de recordar sus colores, sus movimientos, su cabeza negra impoluta, con ciertas reminiscencias azuladas, su pecho de un color salmón, uno de los colores más bellos que la Naturaleza ha tenido a bien inventar y me invita a disfrutar de cuando en cuando. 

Hay que seguir con la cuesta. A cada paso me ayudo con mi vara de espino; el sudor aparece en mi frente. El repecho se yergue cada vez más. El vuelo de un milano real me detiene; surca el cielo como un velero del viento, con la suavidad de la perfección, sentimientos de ingravidez, sutiles movimientos de su cola parecen pulimentar el vacío aparente de una atmósfera limpia, diáfana. Seguimos subiendo, sin prisa, sin otro destino que el cielo.

Los castaños han quedado abajo. Abruptos helechales intransitables, robles retorcidos por el viento que hoy permanece inmóvil, espinos cuajados de frutos como perlas rojas y el canturreo vivaz de un herrerillo que me envuelve. Una pequeña llanura en mi camino me permite recuperar el aliento; zarzas cuajadas de moras negras y un pequeño pradito cuajado de manzanillas me invitan a aflojar el paso. Cantan los bisbitas, y un par de petirrojos fanfarrones se intercambian amenazas y chantajes.

Se embravece de nuevo el sendero, que escala entre prados desiertos y un incipiente robledal va tomando forma a mi derecha. Un herrerillo capuchino silva en la espesura y un lejano picapinos chasquea en la tarde apacible. El bosque se cierra a mí alrededor por momentos; antes de darme cuenta estoy en medio de mil robles viejos; millones de bellotas crujen bajo mis botas a cada paso. ¡Amo tanto a los robles!

De pronto se abre el panorama frente a mí. El inmenso Bertiz aparece allí enfrente. Y en su cúspide, Aizkolegi, como la guinda de una golosina de verde vivacidad. Un poco más al este, Legate y sus rocosas laderas brillan en la tarde amarilla. Más allí, Auza y Gorramendi se despiden del día entre reflejos y nieblas rojas. El Bidasoa serpentea a mis pies, abrigado de alisos, entre prados verdes y caseríos encalados que resplandecen ante la luz mortecina del atardecer. 

De pronto un postrero rayo de sol ilumina mágicamente el paisaje. Legate reluce aún más, y abajo, casi deslumbrante, el caserío de Oronoz-Mugairi acentúa sus blancos de nieve. La paz se sienta a mi lado, mi perro jadeante se acuesta junto a mí, los rumores del bosque me acarician y arropan. Las cosas pasan sin prisa aquí, en mi casa. Al reloj del tiempo se le acabaron las pilas; pero aún tiene cuerda para rato. 

.- ¿Sabes? Ahí mismo empieza Baztan. – Le digo a mi perro Turrón, que me mira curioso, y asiente.

Juan Goñi

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