El Bosque de Ursario, en Irati.



 Bosque de Ursario, Aezkoa, Irati, Navarra-Nafarroa.

Paseaba en soledad por el Bosque de Ursario, a la sombra del monte del mismo nombre, en la parte aezkotarra de Irati, en una silenciosa tarde como la de ayer. Soplaba un cálido viento sur; el cielo gris como nieve sucia; los árboles se iban desnudando poco a poco, sonrojándose por momentos, como avergonzándose de su incipiente desnudez.

Escuché movimiento de hojarasca tras de mí. Supuse que se trataría de corzo esquivo, o de un ciervo, pero no, era simplemente el viento que arrastraba hojas muertas tras de mí, como una ruidos y diminuta escolta. Los árboles se aferraban a las rocas calizas que por aquí y por allá mostraban su cara más blanca, tapizadas parcialmente con musgos brillantes que se me aparecían como mejillas mofletudas de un gordo niño de Marte.

Un poco más adelante, cuando el bosque ya me cubría por completo, salió a mi paso Basajaun. Había venido, según me dijo, desde lejos para comprobar el estado de un hayedo jovenzuelo y descuidado. Le preocupaba la salud de algunas jóvenes hayas, aún inexpertas en el arte de desprenderse de lo que ya no hace falta.

Charlamos animadamente de nuestras cosas. Le hablé de ti, me comentó con cariño que te vio con nosotros caminando por Bertiz, y que susurró dulces palabras a tus oídos atentos. Que esperaba que esos problemas que te encarcelan puedan ir poco a poco menguando, como mengua el sol en estos días de otoño. Todo esto lo hablamos en absoluto silencio, como se hablan las cosas del bosque.  Se despidió mi amigo con un hasta pronto susurrado por las hojas de un roble que se desprendían del cielo, dulce lluvia roja sobre mi cabeza y mi alma.

El maullido de un milano me despertó de ensoñaciones arbóreas. Se oían diversos mosquiteros, bisbiseaban por cientos los bisbitas en el prado cubierto de ovejas blancas y de crocos morados. El sendero reviraba entre espectaculares estructuras kársticas; diríase que hace milenios aquí hubo una imponente basílica, quizá edificada por trasgos y gentiles, y ahora sus ruinas se desperdigaban por el bosque, que poco a poco las absorbe como se asimilan las cosas con el tiempo.  

De pronto, tras un recoveco del sendero, apareció ante mí un cónclave de brujas del bosque. Habría al menos diez. Tan pronto como me vieron, desaparecieron. Dos de ellas se convirtieron en arrendajos, y salieron volando sin dejar de escupir improperios entre graznidos ásperos. Al menos otras tres, supongo que las más jóvenes, se tornaron en bellas mariposas de colores y se posaron aquí y allí, no muy lejos, en las flores amarillas de los brezos. Otras dos se perdieron inmediatamente por el agujero negro de una sima que allí había; aún me dio tiempo a distinguir el reflejo de las escamas de su cola de pez, chispeando ante el sol de la tarde. Del resto, no recuerdo. Solo sé que la más vieja se puso de pie, apoyándose en un rama seca de roble a modo de cayado. Ante mis ojos, en cuestión de un instante, la rama creció engullendo a la bruja, convirtiéndola en un retorcido árbol muerto en el que se posaban dos pájaros carpinteros blancos, negros y rojos. 

Me hubiese gustado participar en aquel animado consejo del bosque, aunque fuera como mero oyente. Pero supongo que las brujas aún no confían en nosotros, tras siglos de destrucción que hoy continúa. Así se lo dije al árbol muerto, inmóvil, que parecía apartar la vista de mi vista. De todas maneras, solicité de la sorguiña el permiso para retratarla con mi cámara. Ella me preguntó en sueños qué haría con esa foto. Y yo le dije que era para ti. Ella se puso de perfil, mostrando su ganchuda nariz sin recato, y así la retraté, para que hoy me creas y sepas que hay bosques como este en el que la magia aflora a la realidad entre los sueños y los deseos, entre certezas y promesas. 

El bosque de Ursario quedó allí, en las inmensidades pirenaicas de Irati. Al pie de Urkullu, donde hace milenios los romanos levantaron una torre inmensa, símbolo de la torpeza humana convencida de poder controlarlo todo. Yo, esquivando los dólmenes que cuajan estos prados, me perdí por el collado de Azpegi no sin despedirme de mis amigos, de esos con los que sueño desde niño. 

Juan Goñi

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