Ganará la ciudad, ya verás...

 Donamaria, barrio de Uxarrea, en Malerreka, Navarra, Nafarroa

La ciudad sigue instalada en su insolente tiranía. Cree, ignorante, que es ella la importante; el resto no importa. Los del campo son tarugos, prescindibles, cuatro gatos con boina... Lo importante sucede siempre en la ciudad, y por eso, la ciudad se impone siempre. Sus monumentos, sus teatros y cines, sus servicios envidiables, su inacabable oferta de ocio... La ciudad quiere gobernarnos a todos, porque puede. Ella es modernidad y futuro. El pueblo es desesperanza, es atraso, es ignorancia.

Al campo se va los fines de semana, pulcramente vestidos con el último modelo de Panamá Jack, a comer al pintoresco restaurante, montados en el potente automóvil que ese día se llenará de polvo de los caminos y malgastará su paciencia tras el tractor renqueante.

Al pueblo se va la funeral de la tía. Estrecharemos la mano encallecida del primo que tuvo la desgracia de quedarse allí, entre vacas y ovejas, soportando difícilmente la omnipresente peste a estiércol, o los baches de la olvidada carretera, o el barro por doquier, o los “bichos” por todos lados. Al campo se va escondiendo una leve mueca de asco.

Al campo se va a traerse unos huevos “de los de antes”, algunas “verduricas” del abuelo, o una bolsa de nueces, o unas cerezas. Al campo se va a plantarse ante el paisaje, con cuidado de no mancharse los zapatos, y a exclamar: ¡Qué bonito es todo esto! E inmediatamente huir de allí, y volver a la comodidad de la ciudad, a sus bares abarrotados, a sus bocinazos y a sus sirenas, a sus malos humos , a sus cielos sucios, a sus mierdas de perro en las aceras, a sus “pobres” en las puertas del súper, a sus putas en las esquinas, a sus niños que vociferan presos entre tanto asfalto.

La ciudad piensa que todo rota a su alrededor. Se le olvida que nada es por si sola. No genera lo que consume; solo humo y basura, esas son sus aportaciones. Y traga sin cesar todo lo que le echen: comida, aire, agua limpia, materias primas, territorio. La ciudad es engreída y presuntuosa, malcriada y déspota. Está borracha de éxito sucio, cuando su único éxito es su gigantismo, su insostenibilidad, su insensibilidad.

La ciudad duraría horas sin el territorio. Se hundiría en sus propio sistema de alcantarillado, se comería los últimos estrenos de cine, sus imponentes edificios de oficinas, sus prisas y agobios; eso es lo que podría comer la urbe, mientras se traga sus humos y sus aguas fecales.

Hablemos, hablemos de la ciudad, ahora que llegan las elecciones municipales. Debatamos sobre qué ciudad queremos, oigamos las propuestas de los candidatos, llenemos las calles de carteles asfixiados de muecas sonrientes. Repartamos panfletos, inflemos globos, besemos a los niños... ¡Estamos en campaña!

Yo ya se el resultado de estas y de todas las elecciones. Ganará, como siempre, la ciudad opulenta y monstruosa; la ciudad petulante y altiva, esa triunfará. Mayor el triunfo cuanto más desproporcionado su tamaño, la urbe ya celebra su triunfo. Y perderá, como siempre, el pueblo llano, limpio y autosuficiente. Perderá el que custodia el territorio, perderá el que defiende la biodiversidad, perderá el que alimenta, el que da de beber, el que proporciona el oxígeno, el se sostiene solo y sostiene a lo insostenible. El pueblo humilde y “chiquitajo”, ese el que ya perdió las elecciones. El pueblo pintoresco, que huele a ganado y a verdad, ese que esta sucio de barro limpio, ese que está lleno de bichos y de bosques y de pueblerinos con txapela; ese ya ha perdido. Como siempre.

El mundo al revés... o quizá al derecho. A veces pienso que soy yo el que está al revés.

Juan Goñi

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