Praderas de Belate.
Baztan, Navarra, Nafarroa.
Mis botas surcan un mar verde
cubierto de flores. Las velas desplegadas, henchidas de viento limpio y
desatado. El timón, liberado de ataduras y relojes. A veces al socaire de un
bosquete de hayas viejas y retorcidas. A veces en la campiña desguarnecida al vendaval,
rodeado de blancos espinos florecidos que silban cuando el cierzo airea sus
secretos. Ahora bajo el sol animoso de finales de mayo; ahora en la umbría
verde del bosque maduro, fresco, que refulge con sus hojas tan recientes. Allí rechifla
el jilguero, posado en lo alto de un arbusto seco y enrevesado. Y la alondra,
que parlotea invisible en el cielo. Aquí, entre las hayas, repica el carbonero
sus tres notas cíclicas. Y un camachuelo, tras la espesura, y su melancólico silbato
reiterado y monótono.
Un corzo cruza la vereda, a pocos
metros de la proa de mi bajel pirata de sueños. Me mira un segundo antes de
saltar entre las olas y perderse de vista. Y un águila culebrera, asombrosamente
quieta en el cielo turbulento. Y un milano real que vuela a contracorriente sin
siquiera aletear. Dos cornejas deslenguadas, negros destellos entre el pasto, y
un poco más allá, a estribor, una
tarabilla sobre un brezo.
Sin puerto ni refugio, sin patria
ni bandera, sin credo ni gobierno, dejo el barco a la deriva y me pongo a
divagar. Mi único apoyo, mi vieja vara de boj. Mi único galardón, mis catalejos
colgados al cuello. Mi único destino, el que el viento decida, allende el
horizonte, siempre enfrente.
Asentado firmemente entre las
alas de la libertad, me dejo llevar porque quiero allá donde quiero llegar.
Nunca fui tan libre. Nunca tan
pirata. Nunca tan lobo de mar entre las praderas floridas de mayo.
Me rindo y bajo mis cañones, y me
hago mar entre los abismos verdes del mundo.
Juan Goñi
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