Las viejas piedras de Leyre (Leire en euskera) me reciben
como siempre, perpetuamente austeras y silenciosas. La cripta permanece invariable,
desde hace mil años, aguardando miradas y asombrando corazones. Arriba, sobre
la cripta, descansa la iglesia mágica, colmada de Historia y de arte. Me quedo
a escuchar a los monjes, que a las siete de la tarde, como todos los días del año, como
todos los días de su vida, desde 1057 (año de la consagración de la iglesia) salen de sus quehaceres monacales y regresan al
templo a celebrar, cantando en gregoriano, las “Vísperas”. Y yo me siento en el
banco más apartado de la iglesia, y desde el respeto, escucho sus cantos, me
embeleso y me dejo llevar. Mil años cantando entre estas piedras; los propios
muros que nos protegen del cierzo reinante parecen balancearse al compás
inacabable de esta música hipnótica. Si en algún lado se puede saborear la
eternidad en un segundo es sin lugar a dudas, entre los muros recios, entre las
luces y sombras, entre las piedras ya milenarias del Monasterio de San Salvador de Leyre.
Juan Goñi
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