Seguíamos nuestro paseo
trabajosamente, con la nieve en los tobillos, con el invierno en el alma. Nos
detuvimos junto a la fuente que canturreaba sin cesar entre el silencio reinante.
Nevaba, pero suavemente, unos copos diminutos que volaban sin viento por todas
partes. La fuente y sus alrededores permanecían libres de nieve como una mancha
de color en un lienzo blanco, impoluto, que nos rodeaba.
Sacaste de tu mochila un termo
con caldo caliente y dos tazas de metal. Tras llenar una de ellas me la
ofreciste. Entonces me di cuenta que te habías quitado los guantes; me sonreías
bajo la gran capucha de tu abrigo. Un petirrojo descarado se posó junto a
nosotros, mirándonos, y tu sacaste de no sé dónde unas migajas de pan que
arrojaste a su lado. El petirrojo salió volando, desconfiado. Humeaban las
tazas de caldo, a las cuales nos aferrábamos en busca de un poco de calor.
Mirábamos los dos al horizonte, que no existe cuando el cielo es tan blanco
como el suelo nevado.
Supongo que sonreíamos sin mirarnos.
.- Así que tú crees que este
roble duerme ahora, ¿No es cierto?
.- Si, así es.
.- El sueño es un estado mental,
cerebral ¿Tú crees que los árboles tienen algo parecido a un cerebro?
.- No lo sé. Pero ¿de verdad
importa?
.- ¿Qué quieres decir?
.- Este maravilloso paisaje es
blanco ¿verdad? Pero, ¿Seguirá siendo blanco cuando tú y yo nos vayamos? ¿Cuándo
no quede nadie aquí para ponerle nombre a este color? Este paisaje es bello porque estamos aquí para disfrutarlo.
¿No crees?
.- Explícate.
.- Son tus ojos los que lo hacen
bello, los que lo hacen blanco. Tus oídos lo hacen silencioso. Tu corazón lo
hace emocionante. Tu amor, tu empatía, tu bio-filia es lo que hace que ese
árbol duerma.
.- ¿Acaso importa?
Permanecimos en silencio unos
minutos, mientras sorbíamos despacio el caldo caliente.
.- Entonces… ese árbol está ahora
soñando. Sueña primaveras y trinos de pájaros, cálidos amaneceres de junio,
soleadas tardes de abril.
Aseguraste sin apartar tus ojos
del viejo roble, tus manos entrelazadas alrededor de la taza humeante, tus
mejillas encarnadas asomaban tras el cabello empapado.
.- Eso es lo que siento yo. Nadie
podrá decir que no es así. Creo que ya lo sabías.
.- Sí, creo que todos lo sabemos,
aunque a la mayoría le importa un bledo.
.- A mí me importan los bledos.
¿Y a ti?
El petirrojo ya picoteaba las
migajas mientras recogíamos. Seguimos caminando por el sendero y, al pasar bajo
el roble, acariciaste suavemente la corteza del roble y susurraste unas
palabras quedamente.
.- ¿Cómo te sientes? – Te pregunté
pasados unos minutos.
.- No sé. ¿Feliz? Creo que esa es
la palabra, aunque supongo que se me había olvidado.
.- Si, ya veo que, de nuevo, te
importan los bledos.
Dedicado a Joaquín Araújo, al que también le importan los bledos.
Juan Goñi
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