Te vi esta mañana en el autobús.
Tenías los ojos nublados por un lunes de otoño, como millones de ojos más en la
ciudad apresurada e inhumana. Quizá acudías a alguna de esas entrevistas de
trabajo; de uno de esos empleos basura, hediondos, injustos, falsos e indignos.
Hablan de “contrato empresarial” para tapar la falta de contrato, la falta de
derechos, la falta de vergüenza. Juraría que no veías aquello que mirabas, tu
mirada traspasaba la ventanilla del autobús, perforaba el asfalto negro de la
calle, atravesaba el planeta entero y se perdía en el infinito de una
desilusión abatida y cargada de amargura.
En el fondo de tus pupilas se
veía un pequeño destello de ánimo, de aliento; pero pequeño, muy pequeño. ¿Dónde
quedaron los restos de tu coraje? ¿Quién arrancó de tu piel tus empeños, tus
ilusiones, tu tesón y tu meta?
Me enteré que te habían despedido.
Toda una vida enterrada en aquella oficina con muebles sin alma, enmoquetada de
rutina; antiguallas amarilleadas por años en los que no ha pasado nada. Solo una plantita junto a la pantalla
del ordenador, solo una nota de color en la foto que desde una esquinita,
preside silenciosa tu mesa de trabajo. Y ahora, a tus 48, te enfrentas a un
mundo que no entiendes, que ya no tienes fuerzas ni ganas de entender.
Tus hijas se debieron hacer
grandes. Hace años que no las veo, pero las imagino. Sonia estudiaba para
peluquera, tenía un novio que se llamaba Carlos, que conducía un pequeño y potente
coche negro que siempre escupía hip-hop y rugía como el infierno. Supongo que
trabajará en alguna peluquería alejada del centro, un vanidoso local que se
anuncia como “centro de estética”. Seiscientos euros al mes. Los cimientos de
su sueño se deshacen poco a poco, a golpe de ancianas que se tiñen para tapar
sus canas, a golpe de “lavar y peinar” por doce euros, en la rutina de la infeliz
boda del sábado: peinar a la novia y a la madrina. Barrio triste, vida abatida
y doliente; me imagino que los ojos de Sonia empiezan a perder brillo con cada bastonazo,
con cada caída, con cada Carlos con el que tropieza. Ojala aún esté a tiempo de
huir.
Mar estudiaba empresariales. ¿Qué
habrá sido de ella? Quizá este presa en una oficina como aquella de la te
echaron, con un rumboso contrato en prácticas que durará lo que se pueda y un
poco más. Nos vamos comiendo la esperanza con cuidado, poco a poco, para que
dure. Pero al final el plato se nos aparece vacío de anhelos. Nos colocan la
argolla en el tobillo, nos liman las zarpas, nos cortan las alas, lo llaman
seguridad y es sometimiento a la tiranía. Ojala Mar siga teniendo guardado el
océano en sus ojos; ojala aún busque; ojala aún no se haya rendido.
En semáforo se puso verde, y el
autobús echó a andar, renqueante. Cabeceaste contra el cristal por la sacudida,
sin regresar de tus pensamientos. Atravesaste con tu mirada mi mirada, sin verme, sin
pestañear, sin revivir; tu rostro sin expresión, tus ojos sin meta, tu alma
vagando por ahí, quien sabe dónde.
Me hubiese gustado decirte que me
he alegrado de verte. Que estabas guapa pese a todo; que no te rindas. Me
hubiese gustado darte un abrazo, creo que lo merecías, creo que lo necesitabas,
aunque en ese autobús lleno de zombis nadie parecía darse cuenta.
Sociedad cutre, triste, lóbrega,
pútrida. Gruta sin luz, cementerio de ilusiones, máquina de matar sueños. Campo
de exterminio para la sensibilidad, pozo sin ternura, aniquilación programada
para la compasión, piedad inmolada a los
pies del falso progreso. ¿Qué demonio ideó esta cárcel de almas?
A mi lado seguían hablando de
futbol. El barrendero hostigaba a las hojas muertas, retirando el otoño de las
calles. Y tu autobús se perdió tras aquella esquina.
El frio se apoderó de mis
manos y tuve ganas de llorar, de llorarte, de llorarme.
Juan Goñi
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