Olentzero



 Olentzero, por Jabi Artaraz

Como es sabido por todos, en lo más profundo del bosque, allí desde no se oían las campanas de ninguna iglesia, moraba un hada bellísima que se llamaba Basandere, “La Señora del Bosque”, pareja de Basajaun, con el que vivía en una oculta y misteriosa cueva. Le gustaba peinar sus cabellos de oro sentada en alguna piedra de las más hermosas cascadas. Cantaba canciones mágicas en un idioma que solo ella conocía, y guardaba un espejo engarzado en plata que hechizaba a aquel que osaba mirarse en él.

Un hermoso amanecer de un invierno lejano estaba Basandere paseando por los bosques cuando oyó el llanto de un bebé. Era ese día en el que el sol empieza a ganar a la noche, y que hoy llamamos Navidad. Buscó y buscó hasta que encontró un precioso niño que, abrigado con unas pieles de oveja, lloraba desde el interior del tronco hueco de un hermoso roble, que pese a ser pleno invierno, todavía conservaba sus hojas frescas y lozanas.

Basandere cogió en brazos al bebé y le dio calor en su seno. Tras amamantarlo, decidió llevarlo a la cabaña del monte, donde vivían Martín Beltza el carbonero y su mujer, Uxue. Ellos lo encontraron poco después en la puerta de la chabola, y se pusieron muy contentos porque siempre habían deseado tener un niño. Le llamaron Olentzero: “el buen tiempo hacia la primavera”, porque fue en esos días en los que Eguzki empieza a crecer en el cielo, y por tanto, se acerca la primavera, cuando lo encontraron.

Martín, Uxue y Olentzero vivieron felices durante muchos años en la vieja chabola del bosque. Olentzero resultó ser un mocetón de fuerza descomunal. Algunos decían de él que no era demasiado inteligente; lo que no sabían es que era tanta la bondad que habitaba en su alma que poco sitio quedaba en su corazón y en su cabeza para alojar números y letras, industrias o inventos. Sabía contar solo hasta once… siempre decía que nada que fuera más de once merecería el tiempo que costaría ser contado. Pero era muy hábil con sus enormes manazas. Tallaba con facilidad la madera de roble, de acebo o de boj. Creaba bellos kaikus en los que Uxue cocinaba una deliciosa cuajada. Tallaba bellos bastones que luego regalaba a los carboneros más viejos, para que les ayudasen en sus largos paseos por los bosques. Y perdía el tiempo repujando pequeños caballos, pastores y ovejas, perritos y gatos.

Martín y Uxue se fueron haciendo viejos mientras Olentzero seguía creciendo, convirtiéndose en un gigante fortachón. Y en día triste de un otoño, a Martín y a Uxue les sorprendió la muerte en su lecho; cogidos de la mano emprendieron el viaje hacía la cueva de Mari, donde descansarán eternamente, más allí de Itsasgorrieta, en los “Mares Bermejos”, bajo el horizonte.

Olentzero se sintió solo en la cabaña del bosque, y empezó a bajar al pueblo en busca de compañía. Allí se hizo amigo de los niños, que entre bromas y veras empezaron a llamarle Buru haundia: “el de la cabeza grande”. Todos los niños le tenían en gran aprecio, porque siempre, en los grandes bolsillos de Olentzero, se escondía una figurita, primorosamente  tallada, para cada niño: a veces un caballo, a veces un perrito, a veces unos bueyes que arrastraban un carrito. Olentzero jugaba durante horas con los niños, en la regata, junto al lavadero mientras las madres de los niños limpiaban las ropas, o en la plaza del pueblo o en la era.

Un día, al llegar al pueblo, Olentzero vio sobrecogido como uno de los caseríos ardía por los cuatro costados. Los vecinos del pueblo trataban infructuosamente de apagar las llamas, pero estas cobraban cada vez más fuerza. Olentzero, sin pensárselo dos veces, entró al caserío en llamas puesto que desde dentro llegaba quedamente el llanto de un bebé.  Al poco, salió Olentzero con el bebé en brazos de entre el fuego. Llevaba la cara negra del hollín, y salía humo de su txapela y de su gabán. Tras entregar al bebé a su madre volvió al caserío. Allí entre las llamas había visto a Kaxkuli, el perrico pastor, asustado y tembloroso, y estaba decidido a salvarlo. Pero al poco de perderse tras las llamas, las vigas de la casa cedieron y toda la estructura se vino abajo. Todos los habitantes del pueblo quedaron desolados en silencio, comprendiendo que, ni siquiera Olentzero podría salir con vida de aquel amasijo ardiente de piedras y brasas. De pronto un fogonazo deslumbrante cruzó el cielo y se posó una milésima de segundo en las ruinas humeantes, para perderse inmediatamente al otro lado de las montañas. La gente quedó aterrada con la fuerza y el fulgor de aquel rayo tan extraño, pero eran tantas las emociones de aquella jornada que pronto lo olvidaron. No encontraron los restos de Olentzero, y tampoco de Kaxkuli cuando recogieron los escombros y limpiaron aquel desastre. Con lágrimas en los ojos entornaron el “Agur, Jaunak” en memoria de aquel hombretón de cabeza grande y corazón descomunal. Mientras en el cielo el día se despedía bañando de miel el horizonte.

A la mañana siguiente, una cunita soberbiamente esculpida en la mejor madera de roble apareció junto a los restos de aquel caserío destruido. Aquel bebé que Olentzero salvó tendría la camita más bonita jamás construida. Cada centímetro de aquella maravillosa obra de arte estaba repleto de figuritas labradas: perritos y aves, pequeños ratoncitos, avecillas, pottokas aladas, cordericos y terneros, ángeles y niños, hojas de espino blanco y de fresno, casitas de cuento y castillos diminutos. En el cabecero, varias figuras cuidaban el lecho; algunos vieron en ellas a La Dama,  Mari, a Basajaun y Basandere, los Señores del Bosque, a las lamias del rio y a los pequeños galtzagorris. Casi escondido entre un gran bosque sobrepujado, aparecía la gran cabeza de Olentzero, sonriente, con su pipa entre los dientes y su barba frondosa y ensortijada. Así es como todo el pueblo comprendió que Olentzero no había muerto aquella tarde. 

Desde entonces durante las noches de Navidad aparecen preciosas figuritas esculpidas bajo las almohadas de los niños de Euskalherria. Y en la Nochebuena, Olentzero entra al pueblo acompañado de su perrito Kaxkuli, que mueve el rabo y sonríe, si es que eso es posible para un perro. Viene con un carro tirado por un pottoka, repleto de regalos y juguetes para los niños, y en su mirada limpia, el calor de mil soles que templa los corazones de los más viejos. Solo saca la pipa de su boca para tocar una bella canción con un txistu de acebo y que todos conocen. Y tras saludar a las gentes se mete en la taberna donde bebe algunos vinos de más, sentado junto al fuego. Y entre carcajadas y buenos deseos  todas las buenas gentes cantan con él aquello de:

“Olentzero buru handia
entendimentuz jantzia
bart arratsean edan omen du
bost arrobako zagia.”

 Olentzero en Lesaka.
Foto publicada por Itsasne 
originalmente en www.kattagorria.com

Dicen que allí vive aún Olentzero, en lo más profundo del Bosque, en una chabola que nadie nunca logra encontrar, entre Agiña y Peñas de Aia. Y dicen que está el año entero trabajando sin parar, ayudado por los galtzagorris, los duendes del bosque de pantalones rojos, para que a ningún niño le falte un regalo por Navidad. Y dicen que, si algún día, en los perdederos de Artikutza o de Bertiz, o en las alturas de Auza o del Adi, o en los valles escondidos de Aritzakun, de Zilbeti o de Irati ves a un perrito que sonríe, si es que eso es posible, no lo dudes, es Kaxkuli, el mágico amigo de Olentzero, que recorre el Mundo para comprobar que todo sigue en su sitio.

Juan Goñi

Más fotos de Jabi Artaraz: 
http://www.youtube.com/watch?v=af54MSAzNcQ

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