La lluvia y el rinoceronte

Déjenme decir esto antes de que la lluvia se vuelva un servicio público que ellos puedan planificar y distribuir por dinero. Con "ellos" me refiero a los incapaces de entender que la lluvia es un festival, gente que no aprecia su gratuidad, pensando que lo que no tiene precio carece de valor y que lo que no puede venderse no es real, de tal modo que para que algo sea verdadero resulta preciso colocarlo en el mercado. Vendrá un tiempo en el cual te venderán hasta tu propia lluvia. Por el momento es gratis todavía, y estoy en ella. Celebro su gratuidad, y su carencia de significado.

Esta lluvia en la cual estoy no es como la lluvia de las ciudades. Llena los bosques con un sonido inmenso y perplejo, Cubre el techo plano de la cabaña y su galería con ritmos persistentes y regulados. Y la escucho, porque me recuerda una y otra vez que todo el mundo anda en base a ritmos que aún no han aprendido a reconocer, ritmos que no son los de una maquinaria.

Anoche subí aquí desde el monasterio, chapaleando por el maizal, dije Vísperas, y para cenar puse algo de avena en la lámpara Coleman. Hirvió hasta desbordarse mientras yo escuchaba la lluvia y tostaba un pedazo de pan en el fuego de leña. La noche se volvió muy oscura. La lluvia rodeó toda la cabaña con su mito inmensamente virginal, un mundo entero de significado, de secreto, de silencio, de rumor. Piénsenlo: ¡Todo ese discurso chorreante, no vendiendo nada, no juzgando a nadie, empapando la espesa alfombra de hojas muertas, remojando los árboles, llenando de agua las zanjas y quebradas del bosque, lavando esas laderas que el hombre ha desnudado! ¡Qué gran cosa es sentarse absolutamente solo, en el bosque, de noche, mimado por este idioma maravilloso, ininteligible e inocente hasta la perfección, la lengua más alentadora del mundo una charla que la lluvia establece encima de los cerros y la conversación de los arroyos en todas las cañadas!

Nadie la inició, nadie va a detenerla. Esta lluvia continuará hablando todo lo que quiera. Mientras lo haga, seguiré escuchándola.

Pero también voy a dormir, pues aquí en este descampado he aprendido cómo dormir de nuevo. Aquí no soy un forastero. Conozco los árboles, conozco la noche, conozco la lluvia. Cierro los ojos e instantáneamente me hundo en todo un mundo lluvioso del cual soy parte, y el mundo prosigue conmigo en él, ya que no le resulto extraño. Soy extraño a la barahúnda de las ciudades, de las muchedumbres, a la avaricia de una maquinaria que no duerme, al zumbido del poder que devora la noche. Me resulta imposible dormir donde se menosprecia la lluvia, la luz solar y la tiniebla. No confío en nada que haya sido manufacturado para sustituir el clima del bosque o praderas. No puedo confiar en sitios donde el aire es primero descompuesto y luego depurado, donde primero envenenan el agua y después la purifican con otros venenos. No existe en el mundo de los edificios nada que no sea fabricado, y si por equivocación un árbol se mete en las casas de departamentos, se le enseña a crecer químicamente. Se le da una razón precisa para existir. Le cuelgan un cartel que dice: por la salud, la belleza, la perspectiva. que es por la paz, la prosperidad; que fue plantado por la hija del intendente. Todo esto es mistificación. La mismísima ciudad vive su propio mito. En vez de despertar y existir silenciosamente, la gente de la ciudad prefiere un sueño caprichoso y fabricado; a ellos no les importa ser parte de la noche, o ser meramente del mundo. Han edificado un mundo, contra el mundo, un mundo de ficciones mecánicas que desprecia la naturaleza y sólo busca sacar provecho de ella, impidiendo así que ella y el hombre se renueven.

Por supuesto que el festival de la lluvia no puede detenerse, ni siquiera en la ciudad. La mujer de la despensa se escabulle por la acera con un diario sobre su cabeza. Las calles, lavadas súbitamente, se vuelven transparentes y cobran vida, y el ruido del tráfico se convierte en un chapoteo de fuentes. Uno casi podría pensar que el hombre urbano, bajo el chaparrón, tendría que tomar en cuenta a la naturaleza en su humedad y frescura, su bautismo y su renovación. Pero la lluvia no trae renovación a la ciudad, sino apenas para el clima del día siguiente, y el destello de las ventanas en altos edificios no tendrá entonces nada que ver con el nuevo cielo. Toda realidad permanecerá entre esos muros, en algún rincón, contándose y vendiéndose con una determinación fantásticamente compleja. Entretanto, los obsesionados ciudadanos se sumergen en la lluvia soportando la carga de sus obsesiones, levemente más vulnerables que antes, pero todavía captando muy escasamente las realidades externas. No ven que las calles brillan hermosamente, que ellos mismos están caminando sobre estrellas y agua, que van corriendo sobre cielos para alcanzar un ómnibus o un taxi, para protegerse de algún modo comprimidos por humanos irritados, los rostros de los avisos y el ruido opaco, cretino, de una música no identificada. Pero deben saber que allí afuera hay humedad. Tal vez hasta la sientan. Yo no podría decirlo. Sus quejas son mecánicas y carecen de aliento.

¿No puedo estar en los bosques sin alguna razón especial? ¡Estar en el bosque, de noche, en la cabaña, es algo demasiado excelente para justificarlo o explicarlo! Meramente es. Siempre hay algunos pocos que están en el bosque de noche, bajo la lluvia (porque si no los hubiera el mundo ya se habría terminado), y yo soy uno de ellos. No nos estamos divirtiendo, no estamos teniendo algo, no estamos estirando nuestros días, y si nos divirtiéramos ello no sería medido por horas. Aunque por cierto la diversión parece ser eso: un estado de excitación difusa que puede medirse con el reloj y estirarse con un artefacto.

No hay reloj capaz de medir el coloquio de esta lluvia que cae durante toda la noche en el monte anegado y solitario.

La lluvia ha cesado. El sol de la tarde se inclina a través de los pinos: ¡cómo huelen esas agujas inservibles en el aire claro!

Un diente de león, bien fuera de estación, ha conseguido florecer entre las aplastadas hojas de lirios del verano pasado. El valle resuena con la charla totalmente no informativa de las quebradas y el agua silvestre.

Entonces, las codornices inician su dulce silbido entre los arbustos húmedos. Su ruido es absolutamente inservible, así como el deleite que me producen. No hay nada que prefiera oír a cambio, no porque sea mejor ruido que otros, sino porque es la voz del momento presente, del presente festival.

Sin embargo, hasta aquí mismo tiembla la tierra. Allá, en Fort Knox, el rinoceronte se divierte.

La Lluvia y el Rinoceronte (Extracto) - Thomas Merton

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