El pálido hayedo silencioso


Pálido mi rostro, pálido el verde musgo, pálido el cielo, pálido el hayedo silencioso. No hay nada más quieto que un hayedo nevado; una quietud abrumadora, sorprendente, inquietante, incluso a veces aterradora. Entusiasta el ánimo del paseante, silencioso en sus pasos, cuidadoso, no quiere romper con sus botas la sonora quietud del bosque. A partir de ahora todo es nieve, pálida nieve, nieve quieta y silenciosa, solitaria, abrumadora nieve blanca. Corazón acelerado por la cuesta, pasos crujientes de hielo, expira el paseante su aliento de brumas al viento quieto de la mañana. Aquí y ahora no hay nada más que nieve sobre el bosque aparentemente congelado en el tiempo y en el espacio, la nieve que me mira pálida desde todos los rincones del alma del bosque. Yo sé que el bosque aguarda, se cobijan aves y ratones, musgos, hongos y venados, se cobijan cárabos y murciélagos, flores y helechos, se cobija el mundo entero ante la blanca y heladora palidez de la quieta mirada blanca del invierno. A partir de ahora todo es nieve, más allí se cobija la primavera.

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