El Bosque y su inquietante y callada melodía de silencio.

Por más que lo intento, no puedo contarte del todo las maravillas de estos amaneceres de mayo. En los prados, o junto a los ríos, en la pequeña arboleda junto a la borda, o como hoy, en lo más profundo del hayedo altivo y deshabitado. 


Casi siempre hay niebla en los amaneceres del bosque, recóndito y escondido. Y siempre hay un silencio sobrecogedor. El sonido de tus pasos parece rasgar esta tranquilidad, y por eso prefiero no andar demasiado, quedarme quieto; no se debe hacer ruido cuando el bosque interpreta su inquietante y callada melodía de silencio. Un leve crujido de hojas por allí, un sonido desconocido y misterioso por allí, y la niebla tenue y lechosa acariciando cada briza de hierba, cada hoja en las copas de los árboles, cada minúscula molécula del bosque. Ni siquiera el viento ha sido invitado a esta fiesta de la quietud y de la calma. No hay movimiento entre las ramas de las hayas; no se mueve nada ni nadie en esta mañana de brutal serenidad, de sosiego radical, de paz sin tregua y sin mesura.

Los primeros rayos de sol se cuelan entre las brumas y comienzan a calentar la Tierra. Allí lejos oigo el graznido de una corneja, y ahora que me fijo, se oyen los cencerros lejanos, sonido perpetuo e inquebrantable de estas soledades. Se contagia esta calma sin límites, esta volátil sensación de armonía, esta sutil impavidez con la que el bosque me agasaja. Así, agazapado en un rincón de la arboleda, los sentidos pierden sentido, y ya no se oye lo que suena ni se ve lo que se muestra. Solo se perciben las profundas emociones que exhala el bosque por sus poros infinitos. Y solo se escucha el latir de mi corazón acompasado con los ritmos telúricos de esta tierra que despierta a otro inigualable día de mayo. Todo es como siempre, nuevo e inédito, irrepetible y rítmico, constante, permanente y perpetuo en los insondables ciclos de la Vida en el Bosque.

Juan Goñi

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