Jeanne vino al mundo en el caserío Xalbadorenea, en Urepel,
un precioso y recóndito pueblecito bajonavarro. Allí fue su madre a parirla, al
abrigo de su madre, bajo los altos de Sorogain y Urkiaga. Es prima carnal del
que fue uno de los mejores bertsolaris que se recuerdan, el famoso Fernando
Aire, Xalbador, y con él compartió la pasión por la música y una facilidad
innata para cuadrar versos entre las notas sencillas de viejas melodías vascas.
Muy pronto empezó Jeanne a subir a los altos en los largos veranos de su
infancia. Y allí, rodeada de paisajes infinitos, sus pies descalzos acariciados
por los verdes prados pirenaicos, fue forjándose esa mirada y esa personalidad
que hoy aún atesora. Cantando bajo las hayas, cantando en los prados húmedos
del amanecer de julio, en sus labios chispeaban trinos y melodías mientras
saltaba entre las rocas, mientras caminaba tras las perezosas vacas. En sus
ojos la transparencia infinita de los panoramas montanos, en su cabecita
siempre una melodía improvisada para la ocasión, en sus pies, los mimos de los
musgos frescos, en su corazón la limpieza imposible de mancillar. En los largos
inviernos pirenaicos acudía Jeanne a la vieja iglesia de Bidarray, donde el Padre
Aritzmendi le enseñaba las viejas canciones de la tierra, le instruía en solfeo
y le adiestraba con el órgano y con la guitarra. Allí Jeanne conoció a Bach y a
Mozart, y allí calló definitivamente rendida ante la belleza de la música.
Un día cualquiera contempló entre sorprendida y asustada a
aquella columna de hombres que con la mirada triste arrastraban los pies
polvorientos entre las sendas de Aritzakun. Enseguida sus ojos grises se
posaron sobre aquel hombretón moreno y guapo, digno entre tanta indignidad, y
supo desde ese instante que aquel o ningún otro, sería su hombre.
Se llamaba Sotero, y estaba preso. No entendía el porqué de
aquella condena pues nada malo podía haber hecho aquella dulce persona, que
comía con cuidado y educación las pocas viandas que ella de vez en cuando le
acercaba, que la miraba con curiosidad y cariño desde esos ojos negros y
profundos como las noches de enero.
Un maldito día los prados de Gorramendi amanecieron grises y
tristes, y Sotero no apareció. Las huestes esclavizadas de presos dejaron paso
a los soldados que, brutos y ordinarios, le gritaban palabras soeces desde el
otro lado de las mugas. Y ella dejó de cantar, dejaron sus ojos de
chisporrotear vida y sonrisas, se cerró su boca a las palabras porque no había
nada que decir, porque no encontraba lenguaje con el que expresar su pena,
porque no había nadie ante quien quejarse ni nada a lo que aferrarse.
Tras semanas de silencio en sus labios y tristeza en su
mirada, su madre la llevó a un famoso médico de San Juan de Pie de Puerto,
quien le recetó vitaminas y le aconsejó comer plátanos y yogurt. Al no obtener
resultado alguno, su madre angustiada acudió a una vieja bruja de Sara que acertando,
le dijo que Jeanne tenía dolor de alma y que nada ni nadie aliviaría el luto de
su corazón sino aquellos ojos negros que aparecían diáfanos en los posos de aquella
desconchada taza de café.
Largos meses pasaron, que se convirtieron en años. La mirada
de Jeanne se había apagado, las nieblas de Urritzate se habían
adueñado de sus ojos grises. Ya no silbaban sus labios jubilosas melodías, ya no brincaban sus pies descalzos
alegres entre las rocas, ya no imaginaba su cabecita loca versos imposibles.
Los paisajes de su tierra, brumosos y grises, rezumaban lágrimas entre helechos
y hayas, y las vacas, tristes, arrastraban desganadas sus pasos entre pastos y
chabolas.
Una primaveral tarde de febrero se topó con
su amor en la plaza mayor de Bidarray. Y allí mismo sus ojos se despejaron, y
tras años de ausencia, la sonrisa limpia de Jeanne volvió a sus labios, esa
sonrisa que hoy me recibe, abierta y pura, clavada eternamente en su rostro
alborozado. Se abrazaron fuerte en medio de la gente sorprendida, solos ellos dos
en su alegría incontenible.
.- Nire bihotza. Nire bihotza maite. Nun ezkutatu izan zinen? – susurraba entre sollozos la buena de Jeanne.
Llevó a Sotero entre carreras y risas, al
enorme caserío familiar, y allí lo presentó ante su familia, que comprobó con
regocijo la desaparición de las brumas en su mirada y la huida del silencio que
durante años enmudeció sus labios.
Aquel mismo abril se casaron en Bidarray, en
una soleada tarde de primavera. Xalbador el bertsolari amenizó la sobremesa
junto a su amigo Mattin. Se cantó con profusión al amor y a las verdes montañas
que les rodeaban. Se bebió sidra y pacharán, y unas botellas de excelente vino
de Olite que el sargento Contreras se trajo de estraperlo. Sotero aplaudía y reía sin
entender nada, y Jeanne le traducía al oído aquellas bellas palabras vascas.
.- No recuerdo nada de aquellos versos – Me cuenta
Sotero – ¡Solo me podía concentrar en las cosquillas que los labios de mi
Juanica me hacían en la oreja!
Y al oír esto estalla Jeanne en una carcajada
contagiosa, abierta y estruendosa, escandalosamente sincera y bulliciosa. Y
recibe mi corazón ese jolgorio con los brazos del alma abiertos y hambrientos
de esta alegría que inunda este pequeño paraíso entre árboles y agua.
Juan Goñi
¡¡¡ que gustico !!! esto si es vivir la vida... todo sentimiento y sinceridad...
ResponderEliminarEmotivo, sencillo y profundo, como el alma de los protagonistas y la del relator.
ResponderEliminarUn abrazo
Xabier