El otoño fecunda primaveras.



 Malerreka bajo un mar de nubes.

La nube bajó a besar las praderas verdes y los bosques. Acaricia el suelo desde el cielo con su tacto de algodón y de agua. Desde arriba se le ve deslizarse silenciosa por el valle, llenando cada resquicio con su candor de nieve nueva. El sol majestuoso es testigo de este arrullo, de este abrazo bajo la atmósfera limpia tras las lluvias abundantes. El incipiente otoño se ha escondido momentáneamente en lo más profundo de la arboleda; agazapado espera el inevitable declive de nuestra estrella que se desmorona suavemente hacia el sur. 

Se sabe vencedor el ocre y el amarillo, se sabe invencible ante la luz cada vez más lánguida. Y espera. 

Las hojas caídas sobre el pasto, las innumerables bellotas, castañas, avellanas, hayucos o nueces, humedecidas y bendecidas, aguardan, se preparan. En ellas, tan exánimes, late la Vida oculta y agazapada. En el vientre de murciélagos, ciervos o corzos ya crece el embrión de su estirpe. Bajo la melodía hipnótica de las grullas que pasan, entre caricias suaves de nubes y luz, el Amor aviva al principio de la resurrección, que ya palpita en las cálidas entrañas de la Madre. 

La Tierra, ya preñada de primaveras, está hermosa como la mujer fecundada. Crecen sus pechos de escaramujos y pacharanes, de hongos por doquier. La primavera es el parto, pero el otoño es la cópula íntima, cálida y hermosa.

La primavera, hija del otoño, hijo de la primavera, hija del otoño… en una eterna descendencia sin pausa, con la hermosura como leyenda, con la Vida como orgullosa y altiva bandera sin fin. 

Bendito es el fruto de tu vientre, bendita la esperanza y la resurrección de la Vida. 

Juan Goñi.

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