Hayedo en otoño.

Hayedo en Belate, otoño. 
El frio se adueña del bosque, irremediable. Las brumas permanecen cubriendo árboles y pastos, y una lluvia suave me acompaña en el paseo. Los troncos de las hayas, empapados,  parecen columnas de plata, brillantes y limpias. Las hojas en la arboleda se resisten a amarillear y persiste la atmósfera verde en la inmensa y solitaria arboleda que me acorrala. La niebla se condensa en cada hoja, en cada brizna de musgo o en los troncos de los árboles, y destila goteando incesantemente por doquier. El invierno ha llegado de repente, y ha sorprendido al bosque con su atuendo de verdes que palidecen.
Algunas aves reclaman calladamente entre la espesura, que finge soledades que no existen. Mis pasos me internan en la catedral arbórea, templo silencioso donde se rezan oraciones musitadas, anegadas de silencio. Solo en mi imaginación, o quizá no, escucho a los coros de las hadas del Otoño; alabanzas a la Vida que, atenta, reposa en silencio.
Entre hongos, musgos y hojas caídas,  ahogada entre callados estertores del bosque entero, envuelta en una blanca mudez desordenada y lúcida, la Naturaleza acalla su alma de vida y se desdibuja entre brumas frías. Humedece el bosque sus ojos entreabiertos, y se apagan los rescoldos de un calor que murió.
El cabello empapado, las botas que pisan alfombras como esponjas ocres y verdes, las manos frías en los bolsillos abrigados, el corazón conquistado de añoranzas, retorno a casa y abandono allí mismo, indiferente, mí mirada, anclada a los paisajes que me asedian y enamoran.

Juan Goñi

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