Ocaso en el Valle del Ezkurra, desde Askin.
En primer término el Balneario de Elgorriaga. Más allá, Ituren.
Casi sin querer, casi sin sentir,
casi sin darnos cuenta, el otoño cruza en silencio su ecuador. Ya aguardan los fríos del invierno, todavía se
resiste el verano en los mediodías cálidos de viento sur, pero es el otoño el
que todo lo inunda, el que todo lo puede, el que nos sumerge por completo en su
regazo de ocres, de rojos, de dorados bosques silenciosos.
La palabra “otoño” parece venir
del latín “autumnus” y ésta, a su vez
de la conjunción de las palabras latinas “auctus”
y ”annus”, lo cual podríamos
traducir por “la plenitud del año”. Si me permites una traducción más libre, el
otoño es, ni más ni menos, el Auge de la Vida. No en vano, de la palabra otoño
se derivan otras como “retoño” o el verbo “retoñar”, cuyo significado conoces
sin duda.
Mis amigos los árboles han
empezado a almacenar sustancias de deshecho en sus hojas, y recuperan de ellas
todas las sustancias nutritivas, que descienden hacia sus raíces preparándose
para el largo invierno. Este proceso tizna las hojas de ocres, rojizos y
amarillos. Cuando la hoja ya no contiene más sustancias útiles para la planta,
su tallo empieza a debilitarse hasta que, ayudado por el viento, se desprende
del árbol y cae.
Mis hermanos los árboles
minimizan sus necesidades energéticas, ralentizan e incluso paralizan su
crecimiento, y se desprenden de lo que no es vital. En una explosión de
belleza, el bosque se detiene y mira adentro de sí mismo. Desprendidos, los
árboles son benefactores del Bosque entero, filántropos de la Vida, generosos
gigantes que prodigan futuro y esperanza.
¡Cuánto y qué bueno aquello que
nos enseñan tus hermanos los árboles!
Juan Goñi
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