Otoño en los hayedos de Belate. Foto de Cesc Jurado.
Llueve suavemente tras mi ventana. Llueven recuerdos en mi
memoria en este día que amaneció como debe de amanecer un día de noviembre. Las
gotas diminutas y leves desfiguran el paisaje lleno de brumas y de bosques de ámbar
y oro que se apaga.
Huele a castañas asadas en mis recuerdos, a fuego en el
hogar, aromas que me arrastran a casas de pueblo, aromas a alcoba cálida, a
tostadas, a mermelada de higos, a uvas pasas y a mañanas oscuras en la cocina
de la abuela; huele a abrazos dormilones.
Llueve a través de la atmósfera apagada pero dulce. Grises
los cielos que lloran, avellana en las copas de los árboles, verde que oscurece
y enfría mi mirada en el suelo empapado. Suena el mundo entero a mar que gotea
desde el cielo, tan delicado, tan dócil, tan universal.
Desayunamos mi hijo y yo al calor de la estufa de leña que
crepita. Café caliente y tostadas con aceite, cacao humeante y bizcocho recién
horneado. El gato ronronea dormitando sobre su cojín a la vera del fuego; la
mañana llora lágrimas que se deslizan tras la ventana.
Él me cuenta que ya decidió sus regalos de Reyes y que hizo
más amigos en el colegio que recién ha estrenado, y chispean sus ojos vivos al
mirarme. Yo me pregunto que recuerdos adornarán sus noviembres venideros, que
aromas, que sensaciones evocará cuando desayune junto a su hijo en una lluviosa
mañana dominical de otro otoño.
Llueve melancolía cálida en mi corazón, y en mis oídos
resuena como una campanilla la cucharilla con la que torpemente revuelve su
taza, mientras me cuenta cosas que ya sentí.
Noviembre me suena a Siempre.
Juan Goñi
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