En esos momentos tranquilos,
cuando nada es lo que era, aún vienen a mi mente las melodías de mi infancia,
tal vez las letrillas de mi abuela, con los acordes de una guitarra, quizá una
noche de Navidad, quizá en la sobremesa de una celebración familiar. A veces
repaso entre brumas los recuerdos de regresos a mi Navarra, cuando mi madre me
enseñaba joticas al calor de una noche oscura, mis hermanos dormidos a mi lado,
mi padre conduciendo el viejo Renault 12, y un cartel que anunciaba que
entrabamos en Navarra: “Bienvenidos a Navarra – Ongi etorri” y que desaparecía
fugazmente tras el destello de los faros mientras cruzábamos el Ebro por
Castejón.
En la primavera me asaltan remembranzas
de romerías a Ujué, entre cantos de ruiseñores y currucas, en un mayo soleado
que en aquellos momentos parecía eterno. Tras despedirse de la Virgen, los
romeros iniciaban la vuelta a Tafalla y una extraña alegría parecía inundarlo
todo. Algún campesino de mi pueblo desgranaba una jota brava ante el panorama
infinito que desde allí se divisa: abajo la Laguna de Pitillas, brillando como
la plata, y la enorme planicie de la incipiente Ribera de Navarra, al fondo el
Moncayo, detrás, los Pirineos todavía nevados.
En las fiestas de agosto, tras un
copioso almuerzo, aquella cuadrilla de gentes del campo se lanzaba a las aguas
bravas de una jota que salía del corazón, entre la Calle Mayor y las Cuatro
Esquinas, con un aroma a albahaca que exhalaban los ramilletes verdes que
adornaba la impoluta camisa blanca, al lado del pañuelico rojo; cerveza con
gaseosa para los músicos, y un crianza navarro para ti y para mí en esta mañana
que hoy se me antoja roja y blanca.
En la Bardena solitaria, dos
labradores hacen un alto en sus labores y se saludan. La bota de vino aparece
de la nada entre las manos rudas y nudosas de estas gentes bravías. Y tras un
trago largo uno de ellos se arranca con una jotica en honor a la Virgen de
Yugo. El cierzo me acerca los sonidos desde lejos, los sonidos que parecen
venir del pasado, mientras asomado a mis prismáticos disfruto con el planeo de
un precioso alimoche que surca los cortados de Piskerra. Es abril, y la Bardena
está verde como una esmeralda.
La jota está en mis recuerdos
desde que los recuerdo. La jota que no está preparada, la jota espontánea, esa
que ya casi no se oye, esa que muere bajo la bota de una globalización
inmisericorde, esa que salía de las mismas raíces, esa que se elevaba brava y
salvaje, entre los ecos de un tiempo que ya no es.
Y ahora llega Arantxa Diez, voz
dulce pero valiente, junto a la caricia de un saxofón de terciopelo azul que
mima con esmero Josetxo Goia-Aribe, el piano brillante y nítido de Javier Olabarrieta y los cimientos sólidos del
contrabajo limpio y ordenado de Baldo Martínez. Entre todos componen está deliciosa ensalada
de influencias desgranadas. Y yo me siento dentro de esta música, de esta forma
de cantar la jota “callandico”. Y se me revuelven recuerdos y emociones, y me
deslizo a un mundo de sentimientos donde todo parece tan cálido y amable, tan acogedor
y afable.
Esta jotica susurrada siempre formó parte de mí, aunque hasta que la escuché no lo sabía.
Gracias Arantxa, Josetxo, Javier
y Baldo. Gracias por traerme tantos estremecimientos, por recodarme tantas
huellas.
Juan Goñi
http://www.josetxogoia-aribe.com
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