Era domingo, y nadie tenía prisa.



Baztan desde Gorramendi.
Foto de Ángel Villalba.

Era otoño, otro otoño. Habíamos subido alto, no muy alto, solo lo suficiente para ver más allá, buscando un horizonte más lejano. Apenas había amanecido. El sol acariciaba el paisaje, despejando la atmósfera de brumas. Soplaba un viento cálido, suave, como el soplo dócil con el que un niño apaga las velas de sus primeros cumpleaños. Algunas nubes se dejaban llevar, quizá queriendo huir de la luz, antes de ser poco a poco disueltas, derretidas por el ardor creciente de la mañana. 

Al fondo, en las montañas más altas, el mundo se había despertado despeinado. Las nubes cubrían desordenadamente las cumbres y los bosques, como una melena confusa, revoltosa, que cambiaba a cada momento con el hálito del aire. No se decidía el paisaje a despertar del todo,  a vestirse o a quedarse en pijama, y perezosamente se arrebujaba aún en el lecho. 

Los pastos, los árboles, los helechos, totalmente empapados por la humedad de la noche, chispeaban sin descanso por todos lados; milagros de la luz, malabarismos que componen el sol y el agua con mis ojos; luciérnagas diurnas, estrellas abatidas en la tierra verde.

Se oían las esquilas de un millón de ovejas, campanas que festejan la luz recién estrenada, y el silbido lejano de un milano real. La tarabilla, posada en lo alto del poste de un cercado, repetía su “pitxartxar”, citando constantemente su nombre en euskera, como presentándose. Solo eso. Eso y el click mil veces repetido de tu cámara de fotos. Eso y el rumor del viento.

Era domingo y nadie tenía prisa. El pastor y su perro tomaban el sol, allá lejos. El hombre, exageradamente apoyado en su cayado, su vista fija en el horizonte, proyectaba una sombra de pirámide sobre la hierba. El perro, callado y quieto, sin apartar la vista de las ovejas, y las ovejas, fija la mirada en el pasto: “tlin tlan” dulce de los cencerros a cada paso. 

Tú y yo oteábamos la escena y nos dejábamos acariciar por la luz. Quietos. La Tierra se avivaba como un fuego azuzado por el soplo cansado de un viejo en el hogar. 

Y el sol, mientras, nos miraba a todos, revisando el mundo entero, como una loba cuenta y recuenta a sus cachorros cuando regresa al cubil.


Susurraste un "¡Buenos días, Tierra!". Y no recuerdo qué pasó después.

Juan Goñi

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