Aizkolegi. En primer término, el bosque del Señorío de Bertiz.
Si te fijas bien, en lo alto de
aquel collado se distingue el Palacio de Aizkolegi. Sí, sí, es aquella manchita
blanca.
Rodeado de un océano de hayas
centenarias y robles impresionantes, habitualmente oculto por las nieblas etéreas
que besan el bosque, sumido en el bautizo interminable del leve sirimiri se
levanta este palacio abandonado. Es el paradigma del palacio romántico, de
suaves reminiscencias orientales, sumido en un tiempo que ya no es el suyo. Parece
que el alma de sus señores se quedó anclada entre las puertas desvencijadas,
entre las vidrieras ajadas y desgarradas, tras las cuales se divisa un paisaje
atronador. Desde sus entrañas surge un torreón que simula la atalaya de un
castillo medieval, en el que según cuenta la leyenda, Don Pedro Ciga contaba
las estrellas en las noches de julio. Hoy el palacio se agita entre portazos y
crujidos de madera vieja, de tarimas desquiciadas, de contraventanas enloquecidas
por el viento. Allí viven los fantasmas de la imaginación, entre antiguos
retratos modernistas, bajo la escalinata atrevida, entre los intrincados adornos
de sus forjados, hoy envueltos en la herrumbre.
Aizkolegi es una máquina del
tiempo parada en el primer suspiro del siglo XX. Aizkolegi es un antojo, un sollozo, un apasionante
sueño ya fallecido, una olvidada emoción apenada que implora y enamora.
Aizkolegi es la piedra afligida que se precipita a un futuro que nunca alcanza.
Aizkolegi es la chistera
dieciochesca de un Bertiz selvático, denso, húmedo y eterno. Si un bosque
pudiese lucir sombrero, no se me ocurre mejor lección.
Un día, ¿recuerdas?, subimos a
Aizkolegi. Se veía Biarritz en la lejanía, entre jirones de niebla. A nuestro
alrededor, Mendaur, Auza, Gorramendi, Saioa y el Adi, como los colmillos de la
quijada del Mundo. Y allí abajo el Cantábrico. Y el mar de prados verdes
inacabables. Y el abismo de un sinnúmero de hayas que escalan desde el Baztan
hasta esta cumbre mágica donde el tiempo se averió y quedó varado para siempre entre
las nieblas del mágico País del Bidasoa.
Juan Goñi
Una pena que a ese sombrero se lo coma el bosque y caiga en el olvido. No se si lo merece
ResponderEliminarSaludos
Javi