Amanece en Larra, Navarra/Nafarroa.
Y la aurora se pintó de un
extraño color violeta; así empezó aquel día en los altos de Larra. Un pequeño
rebaño de rebecos pastaba en los escasos claros limpios de nieve. Crepitaba un
petirrojo entre las ramas de un arbusto. Nada más se oía en aquellas soledades blancas.
Solo un crujido grave cada vez que mis botas rompían la pulcra superficie nevada.
Mis pisadas me perseguían como cicatrices intactas en la pulida extensión
helada. El rostro aterido, las manos escondidas, un cálido gorro de lana
encajado hasta los ojos; las orejas, descubiertas para escuchar. No se puede
uno tapar los oídos, como no se puede uno tapar los ojos; menos aún el alma,
que hay que dejar desabrigada para que asuma y aprenda, para que disfrute y
asimile. Hay que atiborrarse de invierno, hay que sumergirse en sus abandonos,
hay que escuchar sus soliloquios aparentemente desamparados.
Me rodean montañas como cielos,
blancas de nieve y negras de bosques. Uno se aparta, se aleja, voluntariamente
se destierra en este paisaje apesadumbrado y huérfano. Son estos los horizontes que más descarnadamente te devuelven
la mirada, porque mirándolos te asomas al barranco de tu propio corazón. Paseo
por esta mañana lila como quien camina entre las columnas de un convento de
clausura. Cuando los sentidos no tienen nada que oler y poco que mirar, falta
el sonido y el tacto, entonces se dedican a saborear los tiempos, a degustar
las fases: aspiro, expiro, sístole, diástole, bota derecha, bota izquierda… tic
tac tic tac tic tac. Ritmo, compás, cadencia, equilibrio.
No levanta la mañana del todo. La
luz sigue parca en palabras y colores. Sigue ese color cárdeno en el cielo,
sigue lívido y azulado el mundo entero en estas alturas inhóspitas y asombrosas.
Vuelvo a la seguridad insidiosa del asfalto, que como una serpiente negra culebrea
por estos perdederos. Allí, aún lejos, me aguarda el coche que me trajo aquí,
donde encontraré calor artificial y una radio que escupirá noticias mentirosas
sobre este mundo que tarda en despertar. Conexión de nuevo con la perfidia de
un mundo marchitado, pálido y agotado, que se olvida siempre de contar las
fases, que desconoce el placer de surcar la nieve virgen con la mirada, que ha
dejado de escuchar a su corazón.
Si hubieras venido conmigo, creo
que todo hubiera sido perfecto. Creo que nos hubiéramos quedado varados en el
invierno. Al menos hasta abril.
Juan Goñi
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