La lluvia sucede, sin duda, en el pasado.



 Narbarte - Bertizarana - Navarra/Nafarroa. Mi pueblo.

Había estado lloviendo sin parar durante semanas. O así lo recordaban mis huesos doloridos y mis ojos tristes. Lluvia contumaz, fría y a destiempo, que va lavando la primavera sin demasiados miramientos. Porque esta lluvia deshoja los árboles, que se muestran cabizbajos y  lagrimean sin descanso entre el ramaje. A la maraña de su espesura le da por mirar al suelo enfangado. Y a mí se me cae la mirada del cielo.

Decía Borges que la lluvia es una cosa que sucede, sin duda, en el pasado. ¡Qué sabio el argentino! Cuando la lluvia de mayo es brumosa y fría, es suave y terca, parece que te arrastra a marzo a golpe de caricias acuosas. Es ese sirimiri tan nuestro, tan de aquí, al que pese a todo no logro acostumbrarme. Sobre todo cuando ocupa tanta primavera, cuando impregna las semanas empapadas. Y aún es peor si te quedas en casa, a refugio. Entonces la lluvia en la ventana se me antoja un rescoldo muerto, una simiente que cayó en tierra yerma, un sacrificio sin recompensa. Y la habitación, más oscura que de costumbre, me hunde  en la penumbra. Naufraga la primavera desplomada en esta tarde de oscura postración.

Hay que salir bajo la lluvia por una cuestión de supervivencia. Ya que viene, aceptarla. Y eso ya es casi una victoria. Alguien dijo que la lluvia es una ciudad deshabitada. Y no se equivocaba. La lluvia es una ciudad deshabitada, pero nunca una campiña abandonada. Las afueras se deshabitan de imbéciles, de los jardines y de los bosques desertan los medrosos y los desamparados. Así que osado y fanfarrón me calzo las botas y me embozo en el chubasquero; haré como la tarde y me disfrazaré de invierno. Y me arrojo al copioso calabobos sin miedo.

No es posible esquivar los charcos, porque las praderas son charcas verdes. La hierba alta, abandonada a su suerte por los segadores de guadaña cansada, me llega más arriba de la rodilla, y me empapa los pantalones hasta la cintura. Caminar por aquí es una suerte de paseo por un lago atenuado. Mis botas enseguida se pintan de semillas que arrastro, de pelusas, de pajitas y de agua. Y la lluvia, lágrima fácil de un cielo abrumado, que se me escurre por las mejillas, que me gotea desde la barbilla, como si fuera un llanto malogrado que nunca llegó a los ojos. Pero mi alma se reconcilia poco a poco. Interceden a mi favor las aves y los verdes, las ranas que saltan a mis pies, los caracoles por doquier, las goteras joviales y los regachos cantarines. Ya tengo el corazón hecho una sopa y ya casi nada importa demasiado.

Ya vuelvo de mi vagabundeo por el castañar, mis ojos ahítos de líquido; mi espíritu es una infusión de verdes, mis ropas un potingue que destila goteras, como las hojas de los árboles a mi alrededor. Bajo el bosque no me he percatado que las nubes han acordado un indulto momentáneo y de que el sol amnistiado busca una escapatoria entre las rejas grises. Pero ahora que la arboleda se aclara percibo la luz abriéndose paso. Y de pronto el campanario y las llanadas de Narbarte tras las ramas de estos robles. Y de pronto un rayo de sol, el fogonazo de un resplandor amarillo en los prados más allá del pueblo mojado. Y de pronto darse cuenta de que todo ha valido la pena.

Allí arriba, entre los brezos, estalla el canto de una txepetxa (1). Cruza el sendero un grupo de mitos y su canto me evoca a un millar de cascabeles. Recapitulo y despierto; vuelvo la vista atrás, y retengo el bosque en mi memoria. Y miro a Narbarte, que sale de la ducha tan guapo,  goteando esencias por los cuatro costados de su alma, mientras entre la niebla se desdibuja el Oteixon, henchido de haritzas (2), de ametzas (3) y de ametsas (4), como yo.

Juan Goñi

(1)    Txepetxa: Chochín.
(2)    Haritza: Roble común, Quercus Robur.
(3)    Ametza: Roble melojo o rebollo, Quercus Pyrenaica.
(4)    Ametsa: Sueño.

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