El encuentro.




Era ya tarde, demasiado tarde, y el en el bosque lentamente oscurecía. Algunos pájaros trinaban sus últimas tonadas del día, y yo apuraba el paso. La noche se me echaba encima, y yo inquieto, me encontraba todavía lejos de mi destino. La senda por la que transitaba no era del todo desconocida para mí, pero tenía un par de bifurcaciones imprecisas un poco más allí, y temía que la oscuridad pudiera confundirme. La niebla bajaba lentamente desde Pikatua, cada vez más próxima, cada vez más amenazadora. Aun así mi ánimo estaba sereno, y canturreaba una indefinida canción entre dientes, acomodando el compás a mis jadeos y a mis pasos. 

Andaba entre viejas y retorcidas hayas trasmochas cuando lo oí. Un silbido prolongado, dulce pero potente, que me llegaba de todas las direcciones simultáneamente. Diría más bien que no supe distinguir cual era la procedencia de ese sonido. Ningún pájaro, ningún animal que yo conociera emitía una llamada como aquella. Duró unos segundos eternos durante los cuales yo detuve mis pasos. Tras ese sonido el bosque quedó abrumadoramente silencioso. Yo miré a mí alrededor, escrutando entre los árboles, porque esa señal parecía cercana, extrañamente cercana. Algo se removió en mi interior. No diría que era miedo, no exactamente. Más bien expectación, sorpresa; curiosidad salpicada de una leve pizca de inquietud. Continué caminando, ya sin canturrear, más deprisa aun si cabe. El bosque recobraba poco a poco sus rumores y yo me fui despreocupando. Los que andamos por los bosques sabemos que no siempre es posible saber la razón de cada sonido, de cada crujido, de cada chasquido que el bosque invariablemente murmura. El sendero desdibujado discurría a media ladera, llaneando, siguiendo las curvas de nivel. A mi izquierda una vertiginosa caída se desplomaba hasta el rio Urbeltza; los ecos de sus aguas revoltosas llegaban levemente hasta mis oídos. A mi derecha la montaña escalaba sin contemplaciones, y desaparecía entre una niebla densa y fría. 

Y entonces lo volví a oír. Nítido, limpio y preciso, el silbido sonó tan cerca que heló la sangre de mis venas. No sabía lo que era, no sabía de donde venía, pero estaba cerca, muy cerca. El bosque calló. Y yo me detuve de nuevo, escudriñando con cuidado, tratando de traspasar las brumas con mi mirada. Apreté el puño sobre mi bastón. Mi corazón latía con fuerza y los pelos de mi nuca se erizaron. No eran imaginaciones mías; algo o alguien silbaba entre las hayas encorvadas. Tras unos segundos de perplejidad, titubeando, continué caminando. Una abrumadora sensación de que alguien me observaba se apoderó de mí. La niebla continuaba acercándose, y un mirlo salió chillando tras unas zarzas, incrementando mi desasosiego. En aquel momento lo supe; alguien o algo me observaba a mi espalda. Estaba totalmente seguro de ello. Así que me detuve de repente y me giré. Nada ni nadie, solo la niebla que iba cerrando el sendero tras de mí; solo las hayas tortuosas, desvanecidas entre la bruma.  Tras unos segundos de atenta vigilancia volví a mi camino, perplejo y desconcertado.

Y entonces llegó el olor. Un fuerte olor indescifrable, a tierra mojada, a estiércol, a sauco, a leña, a bosque, a hongo, a perro mojado… todo eso y mucho más, todo eso a la vez. Un olor enérgico, casi mareante, pero en absoluto desagradable. Un olor brutal que se metía en mi cabeza. Un olor casi hipnótico. Un olor que no olvidaré jamás. Y esa sensación, cada vez más fuerte, de que algo o alguien se acercaba por mi espalda. Y ese chasquido inesperado. Y esa hojarasca removida. No aguanté más y me giré bruscamente. Nada. Solo un haya, a no más de diez metros. Un haya especialmente encorvada, cubierta profusamente de musgo; un haya que mostraba una mueca imposible entre los pliegues de su tortuoso tronco retorcido. Había debido pasar justo a su lado hacía solo unos segundos, pero no lo recordaba. Hubiera jurado que ese haya no estaba ahí. Pero era indudablemente un haya, solo un haya, y las hayas no se mueven.

Seguí mi camino. Mi mente seguía confundida por el olor, ese olor húmedo, pegajoso, levemente dulzón. Retazos de bruma enredaban mi mirada, como harapos blancos, y envolvían el sendero sinuoso. Mis oídos atentos, vigilantes, concienzudos como nunca. Sudaba copiosamente. Y no era por el esfuerzo. Aún me quedaba un buen trecho por aquel bosque inquietante. Y la noche seguía avanzando sin recato.

Pese a que la sensación de estar siendo observado se hacía más y más fuerte, continué sin detenerme. Pese que el olor atosigaba mis sentidos, traté de olvidarlo, de aparcarlo lejos de mi atención. Era tarde, tenía por delante más de una hora de camino a buen paso y la noche cerrada no tardaría mucho en llegar. Irati, deshabitado y plácido, se recostaba entre las brumas y se abandonaba a la noche. Un cárabo ululó entre la niebla blanquecina, y yo me sentí mejor; este era un sonido que conocía, un sonido inexplicablemente familiar.

Pero entonces Él bramó a mi espalda. Su voz era profunda como un abismo sin final, oscura como una sima insondable, grave como un trueno lejano, potente como una tempestad. 

.- No te vuelvas y sigue caminando.

Ordenó con autoridad. El poderoso influjo de su voz me obligó a obedecer. Un gemido de terror trepó hasta mi garganta. El olor, su olor bestial, me envolvía feroz. Y su respiración sonaba salvaje junto a mi oreja izquierda.

.- ¿Te asustas? Ya sabes quién soy. Pensaba que éramos amigos. – Tronó su voz a mi lado.

.- Sí, eres Basajaun, el Señor del Bosque, aunque creo que por aquí te llaman Anxo. Y si, somos amigos, hermanos, hijos del bosque. – Susurré acobardado al ser enteramente consciente de su imponente presencia.

.- Bai.

Su voz, conmovedora, retumbaba entre los árboles, que se inclinaban con respeto al paso de su Señor. Profundamente emocionado, seguía mi paso, con la mirada perdida, mirando sin ver el sendero frente a mí. Un azor vino a posarse junto a la senda, extendió sus alas y chilló mientras agachaba la cabeza y Él respondió con un chillido similar. El ave permaneció inmóvil a nuestro paso. Un poco más allí, un imponente ciervo de cuerna turbadora se arrodilló a nuestro paso. Un zorro, un jabalí, multitud de roedores, mirlos, zorzales y otras numerosas criaturas del bosque salían a nuestro paso y se postraban ante Él con respeto y sumisión. Tardé un buen rato en darme cuenta de que Basajaun me hablaba, directo a mi pensamiento. No recuerdo aquellas dos bifurcaciones enmarañadas, ni recuerdo cuanto rato caminé a su lado. No tengo noción de haber llegado finalmente a la pista. Solo recuerdo los abetos blancos, inclinándose a su paso, los robles altivos, encorvados en una reverencia. Recuerdo ranas y sapos, serpientes y salamandras, flanqueando inmóviles nuestro caminar. Recuerdo el ulular del cárabo a mi espalda; supe entonces y sé ahora que estaba posado en su hombro leñoso. Recuerdo a la gineta de ojos brillantes, que se acercaba como un gatito zalamero. Y su olor, que ya formaba parte de mí, sin disimulo. Y recuerdo el fulgor de una luna en creciente, sutilmente imprecisa entre la niebla. Y recuerdo el fragor solemne de un bosque que acata y se somete, un bosque que venera y saluda a su Señor. 

Fui consciente del estruendo de Itsuosin, a mi izquierda, cuando la oscuridad era completa. Pero mis pasos eran seguros y el camino me resultaba evidente pese a la lóbrega negrura de la noche. Allí retorna mi consciencia. Allí retornan mis recuerdos.

.- Ya estamos casi en Elurretako Ama. Aquí he de dejarte. – Tronó su voz… resuena todavía en mi recuerdo. 

.- Sí. –Contesté. Ni una brizna de temor en mis sentimientos. Solo un deseo insoslayable de postrarme ante su presencia.

.- Ya lo has hecho.- Contestó leyendo mis pensamientos.- Ahora hemos de despedirnos.
.- ¿Volveré a verte, Señor? 

.- No lo dudes. Siempre que estás, estoy. Siempre que vuelves, vuelvo. En Bertiz, en Urbasa, en Artikutza, en Eguaras o aquí, en Irati. Allí donde aún se puede escuchar al Mundo respirar, allí siempre estoy. Soy el Pastor de árboles, el Guardabosques de Mari, Mi Señora. Siempre apaciento mi rebaño. 

.- Lo sé.- Respondí emocionado. – No olvidaré este regalo, mi Señor. 

.- Ve ahora. Y vuelve al bosque. Aquí te estaremos esperando nosotros, tus hermanos.  Y ahora puedes mirarme.

Y me giré. Él, como un árbol imponente, de más de cuatro metros de altura, me miraba con sus ojos brillantes, amarillos como las brasas. Y tras él, ciervos y corzos, jabalíes y zorros. A sus pies, ratones y conejos, culebras y sapos. En sus brazos, en sus hombros, en sus manos,  posados, camachuelos y herrerillos, milanos, gavilanes y halcones. Todos sus hijos, todos mis hermanos, sin excepción.

.- Eskerrik asko – Farfullé en el idioma del bosque. 

Y me alejé caminando hacia atrás, si apartar la mirada de aquella congregación prodigiosa, hasta que los contornos desaparecieron en la oscuridad y solo quedaron sus ojos, amarillos y brillantes, como dos candelas en la oscuridad. Y después nada.

Ya en el aparcamiento, recostado a un lateral del coche, lo oí silbar de nuevo. Y allí, en aquel solitario aparcamiento, oscuro y desierto, entoné un aurresku salvaje y desgañitado que salía de lo más profundo de mi alma boscosa. Y los ecos de mi voz se perdieron en la negrura opaca de un Irati nocturno y sonámbulo. Y respondió el ciervo bramando, y el corzo roncando, y el zorro aullando, y el jabalí gruñendo, y el arrendajo graznando, y el búho ululando, y el buey mugiendo, y las ranas croando, y las cigarras chirriando, y los pájaros gorjeando…

 Y Basajaun silbando. Fuerte.

Juan Goñi


Música para el encuentro: 

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