Irati
Sé que me oyes porque me cuentas,
pero ahora, cuando el insomnio golpea y el mundo duerme junto a mí… ahora ya no
sé qué creer. Solo el folio en blanco frente a mis ojos; un folio blanco sin
rostro, sin mirada, sin gesto. Y Saint-Saëns, que acaricia mis oídos, lánguido
y perezoso. Y así, recordándote, me vuelvo a mis fotos y te busco, y aunque no
te encuentro me acuerdo.
Y te imagino, rodeada de tu
diáfano despacho blanco, con un mapa frio que cuelga de la pared blanca. Y veo
tu mesa de oficina, pulcra y ordenada. Y un olor indescifrable, dócil, a
ambientador, o quizá a algún producto con el que una señora de bata azul, muy
de mañana, enjuagó el suelo hasta dejarlo pulido y limpio. Veo frente a tus
ojos la pantalla llena de números que bailan, y a tus dedos manejando con
pericia el ratón. Y tu atención, toda, en tu quehacer. Los lápices bien
afilados, y un rotulador fosforito, y bolígrafos de todos los colores que
descansan en una taza. Y una goma de borrar que a veces te acercas al rostro
para percibir su fragancia a infancia y a cole. Así te imagino ahora, aunque sé
que duermes. Vestida con tu traje de chaqueta y tus tacones. Y tus gafas que
van y vienen de tu mirada a tus manos, y vuelta a tu mirada. Y tus meninges
todas descifrando el galimatías matemático que te acecha. Pero allí al fondo de
tus recuerdos, sé que habita el bosque, y sé que a veces, solo a veces, te
permites unos segundos para mirar de frente a la evocación de la arboleda.
Repaso junto a tu memoria cada recodo y cada piedra, y cada paisaje y cada
aroma.
Me dijiste que te sentías libre en
el bosque, libre como en casa, libre como nunca. Y se me viene a la cabeza tu casa,
que nunca visité. Y no puedo agarrar ese recuerdo porque no es mío. Sugerencias
de mi nostalgia por algo que nunca pasará, resonancias que no cantan, regalos
que aún no han sido abiertos y permanecen, lazo brillante y papel de colores,
envueltos bajo el árbol del salón.
Y se me empuña la garganta de presencias
y ausencias, de menciones, monumentos y trofeos. Huellas en la nieve de este
invierno por nacer, amnesia futura: omisiones, distracciones y olvidos. Si me
miro dentro, a veces me asusto.
Las sonrisas tras el rostro de
cientos de corazones que posaron para mí en aquel puente, sobre el arroyo enflaquecido
de veranos que agonizan. Tantas vidas como miradas, tanta existencia dislocada,
dolor enterrado por siempre bajo el aprendizaje y la rutina. Dolor que me revelaste
en el momento final del abrazo, dolor ronco, resecado y vacío, ajado, marchito
y tosco. Dolor que allí, de momento, venciste; amparada por los inmensos árboles
guardianes, entre helechos y trinos, bajo aquel chaparrón veraniego y a
destiempo. Cabellos mojados y manos sumergidas, botas que chapotean en el barro. Bañados en agua y luz verde, empapados de tiempo y
esferas, calados hasta los huesos en nuestra propia integridad, enamorados como
estuvimos del bosque y sus espacios… y sus sonatas… y sus prodigios.
No debería recordar cómo te llamas,
pero lo recuerdo. Y rememoro tus palabras doloridas mientras volvíamos. Deseo
que hayas sanado. Sanar un poco, al menos. Con eso, por ahora, es suficiente.
Sanar y soñar… dulce semejanza,
quizá nada casual.
Y me vuelvo al folio, ya
garabateado, ya desvirgado por mis palabras inconclusas. Y me vuelvo a mi noche
sin sueño, pintarrajeada de partituras solitarias. Y me vuelvo al fresco de un
amanecer por comenzar. Desayuno con diamantes que son aun estrellas, en el
silencio de esta mañana que se resiste a germinar.
Aun se advierte el verano, pero
en mi alma ya fisgonea el otoño.
Y canta un cárabo en la lejanía.
Juan Goñi
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