Había una vez un pastor, de
nombre Juanits, que pastaba su ganado en las alturas de Bianditz, en la muga actual
entre Navarra y Gipuzkoa, aunque has de saber que en aquel entonces todo aquel
territorio estaba bajo el dominio del Rey de Navarra. Juanits era un mozalbete
espabilado, rápido de sesera y fuerte como un roble. Era conocido en aquellos
lugares por su gran destreza con el hacha; nadie se atrevía a desafiarle en alguna
apuesta de aizkolaris; al menos nadie que conociera su pericia y fortaleza
cuando tenía un hacha entre manos.
Aquel verano fue en extremo
caluroso. El pasto de las alturas de Bianditz se secó de puro calor antes de
que el mes de julio acabase, por lo que Juanits metió a su ganado en el bosque,
con la esperanza de junto a los regatos que bajaban de la montaña, a la sombra
de los árboles, el pasto siguiera fresco y abundante. Pocos mortales se
aventuraban a acercarse a aquellos parajes boscosos y agrestes. Según la
creencia popular, allí estaba la cueva de Mari, Mariko zuloa, lugar de misterios
y brujerías, poblado de lamias y otros seres terribles. Juanits era poco dado a
fantasías y poco temeroso de aquello que sus ojos no veían. Cierto es que
aquellos bosques estaban plagados de crómlech, que las gentes llamaban corros
de brujas, y de dólmenes, obra de gentiles para las pocas y temerosas personas
que por allí se arrimaban. Pero Juanits atribuyó aquellas extrañas
construcciones a los designios inescrutables de la Naturaleza, sin darles demasiada importancia.
Una mañana, mientras su ganado
remoloneaba bajo la sombra del hayedo frondoso, y ante el sofocante calor
reinante, Juanits decidió darse un chapuzón, y recorrió las orillas del rio
buscando un lugar adecuado. En la lejanía se oía el rumor de una cascada, y
nuestro pastor pensó que bajo las cascadas siempre hay alguna poza tranquila y
profunda en donde sin duda podría refrescarse. Y, efectivamente, un par de
kilómetros más abajo encontró una cascada alegre y exuberante. Le costó un buen
rato descender hasta la base del
despeñadero por lo accidentado del terreno. Cuando por fin lo consiguió
apareció ante el un encantador pozo azul cobalto, salpicado de rocas cubiertas
de musgo, envuelto en la bruma húmeda que el mismo chorro provocaba. Unos impenetrables
matojos de acebo le impedían el paso y hacían imposible ver el pequeño estanque en
toda su extensión, así que se dispuso a bordearlos cuando la vio. Allí, en una
roca lisa cubierta de musgo, justo debajo del lugar donde el agua se
desplomaba, había una hermosa mujer desnuda que peinaba sus cabellos con un
fantástico peine que refulgía con la luz del mismo sol. Tenía sus pies metidos
en el agua, y cantaba una canción incomprensible pero grata al oído. Tenía la
mirada perdida en el horizonte, la mirada embriagadora de unos ojos azules y
profundos como el estanque que la rodeaba.
Juanits permaneció largo rato
admirado y perplejo ante tanta belleza. La hermosura de aquella mujer en el
estanque fascinante era la estampa más embriagadora y sensual que nunca
imaginó. Tras unos largos minutos de atenta y silenciosa observación, Juanits notó
sus piernas agarrotadas por la incómoda postura, y al tratar de acomodarse un
poco mejor, una piedra salió rodando de entre sus pies para caer chapoteando en
el agua del estanque. Inmediatamente aquella mujer giró su mirada hacia el
lugar donde Juanits se econtraba, clavó sus ojos en nuestro amigo, y velozmente
se sumergió en las aguas de color cobalto de aquel estanque embrujado.
Juanits se acercó, ya sin
cuidado, hasta la orilla y esperó y esperó a que aquella mujer emergiese de las
aguas. Pero aquello no ocurría, y Juanits temió que aquella bella joven se
hubiese ahogado, por lo que sin dudarlo, despojándose solo de sus abarcas,
saltó al agua. Después de varias zambullidas consiguió sacar a la joven de
entre las aguas, arrastrándola con pocas
contemplaciones hasta la orilla. El gesto de la chica no parecía en absoluto el
de una persona a punto de perecer ahogada, todo lo contrario. Acostada en el
pasto de la orilla, aquella bella mujer le miraba entre asustada y sorprendida.
Pese a eso, Juanits le preguntó:
.- ¿Se encuentra bien, señora?
Lamento haberla asustado. Pensaba que se ahogaría después de tanto tiempo bajo
el agua.
.- ¿Quién eres tú? – Preguntó la
chica.
.- Soy Juanits, de Goizueta, ¿y
usted?
.- Yo soy Urgardena.
Entonces fue cuando vio sus pies,
palmeados como los de los patos. Y supo que esa hermosa mujer era en realidad
una lamia, uno de aquello seres de los que su abuela le hablaba temerosa, y
cuyos embrujos todos temían. Pero Juanits estaba ya perdidamente enamorado, y
decidió que aquellos extraños pies no le impedirían amar perdidamente a esa
joven.
Me gustaría contarte como fueron
poco a poco enamorándose, como Juanits fue cautivando a aquella bella dama con
la nobleza de su alma, con lo sutil de sus detalles, con aquellos ramilletes de
malvas, de lirios o de prímulas que cada mañana Juanits depositaba en la
entrada de la cueva donde Urgardena vivía, junto con un cuenco de leche recién
ordeñada, o junto al mejor de sus quesos. Como ella lo miraba desde lejos
cuando bajo el asfixiante calor Juanits se bañaba en el estanque bajo la cascada.
O como él, embelesado, escuchaba a lo lejos su voz canturreando una de aquellas
incomprensibles canciones que le enredaban los sesos. Pero según me dices,
andas con prisa, así que te diré que no tardaron mucho en caer rendidos al
amor. Y así, olvidados del mundo, pasaron los meses y los años, y Juanits fue
envejeciendo pero Urgardena no, porque la lamias no envejecen. Y como, tras
largos años de amor desenvuelto y libre, finalmente Juanits murió, menguado en
cuerpo pero en absoluto en alma y en corazón.
Un atardecer de otoño Urgardena
enterró el cuerpo de Juanits junto al estanque azul. Sobre su tumba sembró una
bellota que antes de lo que nadie pudiese imaginar se convirtió en un roble
vigoroso, sano y fornido. Algunas lunas más tarde, cuando el roble tuvo el
tamaño apropiado, Urgardena se abrazó a él con tanta fuerza que quedó
confundida entre los pliegues de la corteza del árbol. Y sus pies de pato se
tornaron en raíces que se hundieron en las aguas turquesas de aquel estanque
solitario. Y aquel roble, el más grande del bosque, creció en silencio, quieto,
saludable y robusto durante años innumerables.
Siglos después Artikutza se
convirtió en un barrio. Y allí levantaron una ermita dedicada a San Agustín. Y
coronaron su modesto tejado con un pequeño campanario. Y aquella campana empezó
a atronar por aquellos parajes hasta entonces olvidados. Pero como bien sabes,
las lamias no soportan el sonido de las campanas, y aquel roble empezó a
declinar, enfermo ante tanto ruido.
Una tarde de final de verano,
cuando los parajes de Artikutza se llenaban de jolgorio debido a la festividad
de San Agustín, cuando la campana de la ermita más ruidosa repicaba, un rayo
arrebatado golpeó violentamente a aquel roble, que cayó calcinado al estanque
azul. Dicen que fue Sugaar, el dragón, quien viendo el sufrimiento de
Urgardena, lanzó una de sus centellas ardientes contra aquel roble, llevándose
el alma de la lamia y el pastor muy lejos, más allá del horizonte, al lugar
donde aún no se oyen las campanas de ninguna iglesia. Y dicen que allí siguen
vagando sus almas enamoradas.
Pero una rama muerta de aquel roble permanece aún junto al estanque de aguas turquesas. Una rama en la que se ve la figura sufriente de Urgardena implorando al cielo. Una rama que representa el último gesto de la bella lamia antes de que aquella centella acabase con su sufrimiento. Y esa rama muerta permanecerá aquí por siempre, para que ningún mortal se olvide hasta donde llega el amor, si es verdadero.
Pero una rama muerta de aquel roble permanece aún junto al estanque de aguas turquesas. Una rama en la que se ve la figura sufriente de Urgardena implorando al cielo. Una rama que representa el último gesto de la bella lamia antes de que aquella centella acabase con su sufrimiento. Y esa rama muerta permanecerá aquí por siempre, para que ningún mortal se olvide hasta donde llega el amor, si es verdadero.
Juan Goñi
¡Que bonito! Ederra
ResponderEliminarYa me quede emocionada. Esos bosques, nuestros bosques tienen leyendas preciosas.
ResponderEliminarGracias.