Otoñado y feliz.





Recorrer los laberintos de mi casa (que es la tuya) es en estos días un descubrimiento permanente. Siguen los milagros grandes y pequeños saturando de verdad mis ojos sorprendidos. En lo profundo del hayedo, la bóveda que todo lo cubre, a treinta metros de mi cabeza, amarillea levemente, tenuemente… Hay que estar atento para ver el otoño escondido entre las ramas. En cambio, junto al arroyo, los tilos, los arces o los fresnos ya exhiben sin recato su estampa amarilla.  En el bosque, cada cual se descose de la primavera a su ritmo, y va desvistiéndose en el perfecto mandato de lo caótico. Pareciera que ya nadie tiene fuerzas para aguantar lo que se le viene encima, y se desembaraza de lo superfluo. La tierra es ya pavimento ocre y amarillo, desordenado y preciso; preciso y precioso. Hojas por millones, las más madrugadoras, reposan ya en el sitio donde eligieron derretirse. Se disuelven los aromas del verano y el olor a humus, a otoño, a hojarasca húmeda invade los rincones y me conquista sin rozarme. Intrascendente cosquilleo que me besa las entrañas desde el viento apacible. Y yo, obediente, acaricio musgos y hojarasca, y me agacho para cosechar tacto y emociones. El bosque deja caer el sol que ahorró y se tapa los pies nevándose prodigios.
Ahora se alzan las pequeñas banderas del otoño. Surgen de lo inanimado para recordarme que aún lo inanimado está vivo… tan inmensamente vivo.

Hurgo con mis ojos en cada brizna de pasto, en cada fronda de cada helecho, en cada seta que amanece. Remuevo la hojarasca y mi entusiasmo para que todo se mezcle bien, me involucro y me enredo. Y allí me quedo, otoñado y feliz, quieto y revuelto, bajo la cúpula verde que sutilmente amarillea. 

Es imposible. Ni en un millón de años lograré expresar lo que me provoca saberme tan rodeado de vida, tan sitiado de belleza, tan englobado. El otoño me acorrala, y capitulo. Y apresado por sus colores, por sus tenues aromas, por su sencillo sentir sereno y imperturbable, me dejo conducir al calabozo de su equilibrio, de su espera indolente y pacífica, de su serena confianza adormecida.

Cautivo y desarmado en los confines de mi casa. Allí, para siempre, quiero estar. 

Juan Goñi

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