Hojas amarillas de castaño, junto a la regata que alimenta
el molino de Azpilkueta, Baztan, Navarra, Nafarroa.
Y hoy miro su cara en una
fotografía. Con su cabello rubio y su sonrisa líquida. Con su mirada siempre risueña. Diferente a cada instante, nunca igual, pero siempre equivalente. Reconocería
ese rostro en cualquier caso. Perfil de vitalidad sin fin; fuerza y vigor tras su
semblante bondadoso. Nunca soberbio ni arrogante. Nunca escandaloso; sigiloso,
pero no taciturno. Alegría delicada, íntima, poderosa, irresistible.
Hoy miro su cara en una
fotografía. Es el otoño.
¡Y me cuesta tanto nombrarlo como
masculino!
La otoñada. Así está mejor.
La otoñada cocina sin parar estos
días. Hojarasca y agua, unos tímidos rayos de un sol que declina, una pizca de
esperanza y poesía al gusto. A mí me gusta añadirle mucha música. Después hay que dejar reposar el guiso durante
las largas noches de invierno, durante los días de nieve, en la quietud
necesaria para que todo se asiente y los ingredientes cuajen. Se adereza con sosiego
y serenidad. Casi final hay que acordarse de calentar el manjar con los primeros
rayos de sol de enero, con la luz levantisca de febrero y marzo. Justo antes de
servir hay que regar todo bien con las mil aguas de abril. Los cantos de millones de
aves indicarán que las viandas están listas, y todos, todos, nos sentaremos a
la mesa. La primavera es un invento, sin duda, de la otoñada. Y como ocurre con todos los guisos… ¡qué bien huele mientras la abuela cocina!
Juan Goñi.
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