Buscando esperanza entre los cimientos del bosque
Allí es donde yo la encontré.
Allí es donde yo siempre la encuentro.
Allí es donde yo la encontré.
Allí es donde yo siempre la encuentro.
La niña miraba atentamente a su
caja de música. En ella una bailarina daba vueltas sin final al son de un
triste nocturno de Chopin. La lluvia resbalaba por los cristales de su hermoso
ventanal, ligeramente oculto tras unos visillos rosas. Acostada en su cama
pulcramente hecha. Aún con el uniforme azul de la escuela. Su cabeza, apoyada
cansadamente sobre la mano derecha, se perdía por los vericuetos meditabundos
de una infancia que se acaba. Poco a poco la música se iba apaciguando, como
los giros de la bailarina. Finalmente la danzarina se quedaba inmóvil y la
música cesaba. Y la niña permanecía detenida en sus recuerdos, en sus temores,
con los ojos fijos en la bailarina exánime. En el silencio de su habitación de
niña, solo el rumor de la lluvia en la ventana, solo los latidos de un pequeño corazón
teñido de oscuro. No se entiende la vida a los doce. Ella no lo sabía. Aún no
lo sabía, pero sus pensamientos volaban buscando esperanza.
Con la mirada fija en las luces
de la ciudad dormida, aquel chaval de veinte años escuchaba sin escuchar. Solo
en su pequeño automóvil apagado, con las manos aún en el volante, se asomaba al
abismo de una juventud incomprensible. En el descampado de la montaña, allí
donde hacía solo unos días había hecho el amor por primera vez, solo él en su
automóvil; soledad aterida de un frio que atenaza el alma. No se entiende la
vida cuando se tienen veinte años. “With or without you” bramaba Bono en la
oscuridad, y él rebuscaba con cuidado esperanzas y aliento entre las lejanas
farolas encendidas.
El jaleo del bar le envolvía cruelmente
pero él no pestañeaba. Sus ojos fijos en el vaso de cerveza, en sus burbujas
que trepaban para desaparecer en la espuma blanca. Y su mente desorientada,
recorriendo el nebuloso sendero de una vida equívoca. El Barsa metió su tercer
gol y el bar aulló como una fiera paranoica. Él ni parpadeó, porque en realidad
no estaba allí. No estaba entonces. No estar… ni en el espacio ni en el tiempo. La vida no
se entiende a los treinta y cinco. Volaba sin alas al ras de un océano
encabritado, buscando una isla o un sendero, buscando esperanza entre las olas
que rugían, escondidas tras el vaso levemente empañado.
Agazapado, bajo un cielo
macilento, esperaba que el semáforo cambie de color. Un hormigueo le subía por
la pierna. Se le habían mojado los zapatos en un charco y tenía las manos
frías; en una su maletín, en la otra el paraguas al que le faltaba una varilla.
Su mirada fija en el hombrecito rojo, detenido, impasible, al otro lado del
torrente inmisericorde de humo y bocinas. Su gabardina, beige, ocultaba su
traje de quinientos euros. Una bufanda azul que apareció el año pasado bajo el
árbol de Navidad, anudada al cuello. Pies mojados y cabello engominado, reloj
de pulsera y perfume, y la angustiosa sensación de estar ante el abismo. No se
entiende la vida a los cincuenta y cinco. Sus oídos, sordos entre tanto
alboroto, escuchaban con cuidado, intentando saber por dónde se sale de aquí. Y
la mano izquierda, que se aferraba al mango del paraguas, porque ese era su
único asidero en esta dura mañana de marzo. Buscaba esperanza, pero solo encontraba
al muñeco rojo, detenido frente a él; ese hombrecito deforme y sin alma que le prohibía
el paso y la huida.
La cuesta es dura. La de la
montaña y la de la Vida. Un día te detienes a respirar, a buscar la cumbre
entre las nubes porque la cima siempre está cubierta de brumas. Y en la Vida, a
la niebla le llamamos temor. Esperanza y temor, dos caras de la misma moneda. No
puedes elegir, vienen las dos juntas. Eso o desesperanzarte.
Pero desesperanzarte es acabarte.
Juan Goñi
“La esperanza le
pertenece a la vida, es la vida misma defendiéndose.”
Julio Cortázar
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