Tan a deshoras...





El silencio de la noche está cuajado de estrellas titilantes. Me guiñan los reflejos del cielo desde todas las esquinas del firmamento; quizá solo un mensaje en código morse luminoso, desde las entrañas del vacío cósmico; un mensaje que yo nunca debería haber leído. Sordo, al final del paisaje nocturno, suena el “run run” del río que no para nunca. Y un cárabo que ulula lejos, muy lejos. Tolerar que mis sentidos se acostumbren a este silencio casi escandaloso, a esta oscuridad refulgente, a este frio que abraza fuerte. Es noche profunda y yo me encaro con ella intensamente despierto, aun soñando. No hay preguntas resueltas, solo miles de interrogantes caprichosos, que como moscas vacías se hospedan hoy en mis certezas.

Una pastoral muda suena en mis oídos al ritmo de la intermitencia de un avión que cruza el cielo estrellado; luminaria que duda: blanco, rojo, blanco, rojo… mientras franquea de este a oeste la bóveda oscura que me ampara. A veces me pregunto a dónde van los aviones nocturnos, tan seguros de sí mismos en la más ciega tiniebla.

El frio se posa en mis pies con sus groseras zarpas de gato salvaje, y me despeja.

El piano se quedó solo en su floreo. Envuelto en la sinfónica compañía de una orquesta que calla; sus notas tan expuestas, tan comprometidas. El solista se aventura y por eso se arriesga a enredarse. Quizá no tiene más remedio. Hay mucha partitura que descifrar, muchas notas para desentrañar, muchos vestigios por adivinar.

Si terminas con nota el trasteo, afinado y en orden, no habrá aplausos ni aclamaciones, porque la platea siempre estuvo vacía. Si yerras, no sabrás volver a casa. Pero eso tú ya lo sabes.

Un gallo alborota de pronto el paisaje quieto; vociferante zascandil, tan a deshoras. Quizá engañado por las farolas que no duermen nunca. Quizá encendido por sus hormonas atolondradas. Tan solos en esta bella noche dormilona, el gallo y yo; tan despejados, tan confusos, tan a deshoras.

Juan Goñi

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