Malerreka, Navarra, Nafarroa, ayer.
Mis paisajes despiertan,
y yo con ellos. Los panoramas crepitan al son del amor desenfrenado.
Los colores revientan por doquier, los aromas lo inundan todo. Los
robles ya están vestidos, como los espinos o los alisos. Los fresnos
se están vistiendo y las hayas remolonean aún. Los cerezos nievan,
los ciruelos gestan galaxias de rosas y fucsias. Los prados están
sembrados de oro y plata y los atardeceres son de bronce en este
pódium primero y veraz. Los regatos cantan, abundantes y limpios,
tan irreprochables...
Y entonces...
Entonces alejarse del ruido y
contemplar; con los cinco sentidos. Y volar con la imaginación por
los cielos puros, infinitos. Despojarse de envidias y no envidiar
nada. Dejarse de bobadas y embobarse para no hacer el bobo, sin más
prisa que la que tiene la primavera. Invadir con la mirada cada
rincón, pacíficamente. Acariciar con la retina los ondulantes
paraísos verdes, sin cansarse. Limpiarse con cuidado los tímpanos
con el líquido trinar del mundo. Tacto que es mirada curiosa,
caricias de sonidos intactos, emociones que son miradas dulces. Amor
incondicional por lo que incondicionalmente está conmigo. Dejarse el
alma en los senderos y esconder el corazón en trocitos, allí donde
aún no se oye el tráfico traficante de prisas y humos. Bañarse en
el sol, zambullirse en la belleza, besar todas y cada una de mis
lontananzas, con cuidado de no olvidar ninguna. Dejar abiertas las
puertas de mis entrañas para que me entre abril hasta las tripas.
Saborear los alientos del mundo. Ser parte de lo que es parte de mi,
ser uno entre millones para ser uno más, ni más ni menos. Diluirme
en derredor, y amar a lo próximo y a lo remoto. Dejar de
distinguirse entre lo demás, comprender de una vez por todas que mis
adentros están en mis afueras.
Todo eso. Y entonces...
entonces ser feliz. Así de simple.
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