Robert Walser, mi compatriota del bosque.

 Sendero en la Sierra de Aralar, Navarra.

A veces me doy de bruces con textos que describen fielmente lo que siento, lo que soy, lo que amo. Textos en los que me veo reflejado de una manera sutil y a la vez definitiva. Y entonces se me pone la piel de gallina al ser consciente de que no son mis sueños,  que no son mis delirios. El bosque lleva siglos hablándonos. Al menos a aquellos que tenemos la inmensa fortuna de saber escucharlos.
Ahí va uno de ellos. En este caso mi “hermano del bosque” se llama Robert Walser (1878-1956). Él paseaba por los bosques de Suiza. Esos bosques, hoy lo sé, dicen lo mismo que a mí me cuentan mis bosques:

“Llegué poco después, caminando tranquilo bajo el suave y cálido aire, a un bosque de abetos por el que serpenteaba un por así decirlo sonriente camino, de pícaro encanto, que seguí con placer.

En el interior del bosque reinaba el silencio como en un alma humana feliz, como en el interior de un templo, como en un palacio y en castillos de cuentos hechizados y soñados, como en el castillo de la Bella Durmiente, donde todo duerme y calla desde hace cientos de largos años.
Había tal solemnidad en el bosque que imaginaciones grandiosas y bellas se apoderaban por sí solas del sensible paseante. ¡Qué feliz me hacían el dulce silencio y la tranquilidad del bosque!”

Y continúa un poco más adelante:

“Para mí pasear no sólo es sano y bello, sino también conveniente y útil. Un paseo me estimula profesionalmente y a la vez me da gusto y alegría en el terreno personal; me recrea y consuela y alegra, es para mí un placer y al mismo tiempo tiene la cualidad de que me excita y acicatea a seguir creando.”

Pero Walser advierte que al bosque hay que acercarse con los sentidos abiertos, con la mirada limpia, sin prisa:

“Naturaleza y costumbres se abren atractivas y encantadoras a los sentidos y ojos del paseante atento, que desde luego tiene que pasear no con los ojos bajos, sino abiertos y despejados, si ha de brotar en él el hermoso sentido y el sereno y noble pensamiento del paseo.
 Su cuidadosa mirada tiene que vagar y deslizarse por doquier, desinteresadamente y carente de egoísmo; tiene que ser siempre capaz de disolverse en la observación y percepción de las cosas, y ha de postergarse, menospreciarse y olvidarse de sí mismo, sus quejas, necesidades, carencias y privaciones.”

Y termina, mi compatriota del bosque, con un deseo que comparto profunda e íntimamente.

“Estar muerto aquí, y ser enterrado sin llamar la atención en la fresca tierra del bosque, tendría que ser dulce. Sería hermoso tener en el bosque una tumba pequeña y tranquila. Quizás oyera el canto de los pájaros y el susurrar del bosque sobre mí. Lo desearía.”

Me emociona saber que Robert Walser murió como quería, paseando por sus bosques, en la Navidad de 1956.

Creo que Robert Walser hubiera sido un gran amigo mío. Creo que, sin duda, aún lo es. Su alma dormita entre las hayas de Bertiz, entre los árboles de todos los bosques. Walser, sin duda, llevaba bosques dentro. 

Juan Goñi

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