El otoño, chiquitito.



Me he despertado como siempre, demasiado pronto. Una taza de café. Es noche cerrada aún, y mi gallo se desgañita llamando al sol. Nada más poner los pies en el suelo me vuelve a invadir una extraña sensación de sutil melancolía. El cielo trae leves aromas a otoño; las cosas cambian ya visiblemente. Ya no jirrían los vencejos entre las calles, sobre los prados de Baztan. Las golondrinas han abandonado la buhardilla del viejo caserío y la borda del robledal amanece huérfana de piidos y sus vigas ya no lucen sus revuelos. Solo algunos milanos negros siguen adornando con su silueta los amaneceres del valle; pronto no quedará ninguno. Y ayer vi un águila pescadora cruzando hacia el sur los Altos de Belate. Las migraciones han empezado y los cielos del Pirineo Navarro vuelven a abrirse de par en par. Es hora de ponerse en marcha. Las aves vuelven a cumplir su eterna promesa del regreso inacabable. Aunque el calendario lo ignora completamente, los que sabemos leer el cielo percibimos de buena tinta que el otoño ha nacido ya, allí lejos, en los inmensos espacios del Gran Norte.

Quizás piensas que exagero. También piensas lo mismo en los lejanos días de enero, cuando contra toda esperanza, arriban las cigüeñas y se enamoran los buitres; así comienza la primavera en aquellos días oscuros y fríos. Las aves anuncian los cambios. Quizá su posición elevada les ayuda a ver venir las cosas desde lejos. Y como sus ojos son mis ojos, yo comprendo estos cambios sutiles y me entra despacito el otoño en el alma. Son pasitos cortos, muy sutiles, casi etéreos. Pero indudables.

Y yo, que he aprendido a dejarme llevar por los cambios, a no forzar nada, a nadar siempre a favor de corriente si esa corriente es la corriente de la Naturaleza, yo me otoño un poquito y se me caen unas pocas gotitas de verano al pasto que es mi vida. Los goznes de mi alma chirrían quejosos; aun no me he saciado de sol.

Después del café me he asomado a la tenue claridad del amanecer. Un chubasco denso barre los tejados y las calles, empapa los bosques y los prados. Adoro el sonido de la lluvia, esa primera música del mundo, tan sincera, tan sin fin. Y abro las ventanas de par en par para que me entre la música a raudales. Solo silencio y lluvia. Y el grito extravagante de ese gallo, que no sé porque hoy me recuerda al aullido de Tarzán.

Me tumbo en la cama aun caliente y escucho casi vehementemente el universal sonido de la lluvia que barre el Valle. Insensato el calendario, tan despistado. Insensato el gallo, desatinado en sus hormonas, tan “machito”, tan estúpido, tan esperanzado.

Se detiene de repente el chaparrón y se apagan las goteras por momentos. Y empieza casi de inmediato la serenata de los gorriones, y un coro de ovejas que balan lejanas, y el herrerillo que viene a visitarme por la mañanas cuchichea con ese enfado indignado con el que los herrerillos, pequeños gruñones de la alborada, reciben el día. Nada cambia para que todo cambie. Ya casi nada me pilla por sorpresa. Así que dejo, por un momento, que el otoño se acomode, chiquitín aun, en la cuna que hoy son los paisajes, a mi lado. Y permito que comience ese doliente enamorarse, ese otoñarse por dentro, esa sutil melancolía que hoy me vino a visitar.

Juan Goñi

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