¡Bendita demasía!



 Gargantas de Kakueta - Kakueta Harriolak - Zuberoa - Xiberoa

Septiembre, septiembre, septiembre… tan resaca, tan fin de fiesta, tan empacho. Fui al bosque, a ese bosque que me habla, que nos habla. Y él me habló de sed. Y de sed no solo de agua, sino también de silencio y de sosiego. Los senderos, tan excesivamente transitados. Los espacios, tan ahítos de ruidos y muchedumbre. Las copas de los árboles, tan saciadas de sol. La crudeza de este verano sin descanso nos ha dejado a todos saturados y el hartazgo se predica en las hojas marchitas, en los pastos amarillos, en los arroyos resecos, en los manantiales tan mermados. Hastío del estío por doquier.
Desde aquí la primavera parece una ilusión sin esperanza. Ellos, los árboles, lo gritan en silencio. Desean otoño, y yo también. Pero el cielo no escucha, ebrio y delirante, y nos muestra su desatinado desvarío soplando aun como en julio, achicharrando lo ya achicharrado, agostando y asolando los espacios, las tierras y a los vivos. El cielo está envenenado de tanto trasegar humos, y vomita fiebre por mis bosques y mis paisajes. Los enemigos de todos siguen alimentando la enfermedad, y aprovechan la ocasión para hacer arder lo que aún sostiene este modo de vida insostenible. El desierto, ávido y codicioso, avanza sin desmayo. Parece estar dispuesto a comérselo todo. Y encuentra amigos y aliados entre algunos de los Hijos del Bosque. Parricidas, rabiosos asesinos, violentos y desquiciados incendiarios. 

Nos escondimos de tanto desastre, en silencio para evitar ser encontrados. Allí donde el bosque aun habla como un padre y arrulla como una madre. Allí encontramos escondida a la Esperanza, tan sitiada, tan asustada. Y allí la abracé desesperadamente. Y hundí mi rostro en su seno verde, en su mullido regazo de musgos y paz. Y en aquel abrazo imploré perdón para mí y  mis hermanos. Y ella, la Esperanza, me dio alientos de aleteos, me cantó canciones de agua, me acarició despacio el corazón y me confortó el alma. Su voz de cascada me aseó concienzudamente los tímpanos, tan mugrientos de mentiras, tan escuálidos. Y así pude volver a escuchar los trinos líquidos del bosque: la lavandera cascadeña, con ese verde oliva que me enamora; el mirlo acuático que bucea en las aguas transparentes; el chochín, que juega conmigo al escondite; las chovas que viven en las paredes del mundo y que cantaban mi nombre en las alturas; el martín pescador, que me guiñó un ojo antes de ganar la medalla de oro en salto de trampolín; el herrerillo, que acariciaba los musgos de un haya… Y la risa de un niño que pasaba ya me olió a ilusión. 

Llegará el otoño, me aseguró el roble al despedirme. El barro limpio, tan limpio, me acarició las botas. Dejé que el agua del bosque me besara el rostro y me borrase las lágrimas, tan pegajosas. La mirada, nítida por fin tras tanta afrenta. Y lloré, allí solo, en silencio entre tanta gente, por tanta benevolencia y tanta compasión.

Ahora estoy seguro: la Piedad y la Clemencia son hijas del bosque. La Esperanza vive allí, junto a la Ternura, junto a la Sensibilidad, junto a la Poesía y a la Música. Tantas y tantas Hijas del Bosque, tantas y tan guapas. Mis hermanas mayores, como madres, remedaron mis costuras, cosieron mis punzadas; me vistieron con ropas nuevas las entrañas y me besaron las heridas. Y el Bosque, tan Mi Madre, me sonrió, me guiñó un ojito de petirrojo juguetón y me despidió con un beso de manantial.
Allí, en Kakueta, antes de salir, me subí a una piedra alta para poderles ver a todas, y les mandé un beso silencioso, y, emocionado, me despedí con una poesía de agradecimiento infinito.

Gracias, asidero ante el abismo. Gracias, sostén de mi conciencia. Gracias, consuelo a mis desvelos. Gracias, alivio ante mis pesares. Gracias, Esperanza.


.- ¡Vuelve pronto! - musitó el arroyuelo.

Ya me iba, pero me di la vuelta. Una ranita me miraba desde un brezo. Y una sonrisa me anegó el rostro hasta las orejas. ¡Bendita demasía!

Juan Goñi

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