Fosos de la Taconera - Pamplona, Iruña.
Foto: Ayuntamiento de Pamplona/Iruña.
Lleva una aburrida vida de
administrativa y no sé desde cuando no tiene novio. Ya pasa largamente de los
cuarenta. Ahí va, como cada día, después del día agotador en la oficina;
regresa a casa cruzando el parque de la Taconera, acariciando el murete que
cerca los fosos, abrigada hasta la nariz, bajo su chaquetón marrón claro. Se
asoma a las trincheras para ver a los ciervos, escucha a los pájaros y se
acerca hasta el “arbolico de San José”, para comprobar si por fin floreció. Y
después camina por el Monumento a Gayarre hasta el Portal Nuevo, perdiendo la
mirada en el Monte Ezcaba, con la Rotxapea allí abajo, con el Arga y sus frondosas
orillas, hoy aún desnudas de invierno y de frío. Y después se interna por el
laberíntico Casco Viejo de esta Iruña aterida, canturreando entre dientes una vieja
canción (“El azul del mar inunda mis ojos, el aroma de las flores me envuelve…”).
Sube a casa con una barrita de
pan integral bajo el brazo. Deja las llaves al lado de la puerta, sobre la
cómoda, al lado de esa figurita de un perrito que, ya no sabe quien, ya no sabe
cuándo, le regalaron por su cumpleaños. Su gato Félix le saluda frotándose en
sus piernas, maullando lastimero. En su dormitorio se desnuda rápidamente,
tirando por doquier camisa y pantalones, abrigos y botas. Sonia se pone cómoda,
con una gran camiseta de un equipo de fútbol, ya no recuerda cual, que tiene un
ocho en la espalda bajo el cual está impreso su nombre. Y esos calcetines
ridículamente gordos, ridículamente grandes, que calza en casa a modo de
pantuflas. Sentada en el inodoro se fija en sus piernas, que llevan meses sin
depilar y exhiben descaradas algo más que vello. Frente al espejo, se quita de
encima el poco colorete, el rímel escaso, el leve pintalabios con el que la rutina
la condenó. Y después de dar de merendar a Félix, con un calcetín ya en el
tobillo y el otro aguantando estoico casi en la rodilla, pone música en su
viejo equipo que, orgulloso, muestra en grande las letras “HIFI”: (“por la
casita encantada, ya no te dejas caer…. Hansel y Gretel parecen tristes; las
hadas buenas no me perdonan”).
Tirada en la alfombra, Sonia abre
un cuaderno, uno de esos que en otros tiempos, todos llamábamos “block”. Félix
se acomoda entre sus piernas, al calor de su sexo, y cierra los ojos y dormita,
ronroneando. Allí, entre las hojas de ese cuaderno, Sonia busca la primera hoja
vacía y comienza a escribir, cuidadosamente, con su letra redondilla, casi de
niña, esa que solo utiliza para escribir en este cuaderno, en momentos como
este. Un boli BIC de punta fina, azul, que guarda entre las anillas del
cuaderno desde hace años, serpentea entre los renglones perfectamente derechos.
Los puntos de las íes son pequeñas bolitas, las emes y las úes se parecen
mucho, y en los márgenes aparecen a
veces corazones rojos, caritas de sorpresa, telarañas de las que cuelga una simpática
arañita que guiña un ojo. Entre las páginas de ese cuaderno, Sonia vuelve a
tener nueve años. Chupa el capuchón del boli y arquea extrañamente los ojos de
vez en cuando, mientras recuerda, mientras imagina. Félix ronronea y Sonia
golpea en el cuaderno con el boli, rematando un redoble musical, o tararea aquella
canción de otros tiempos. Sonia es feliz entonces, con sus sueños volando por
su cabecita loca, escapándose del mundo, navegando entre sueños. (“Era bello
aquel momento, y el rodar era cariño…[ ] Son escenas olvidadas, repetidas
tantas veces: no se ama a los sumisos, simplemente se les quiere.”)
Sonia cree estar enamorada de
Javier, el de Financiera. Casado, 50 años y tres hijos, pulcramente ataviado
con su traje y su leve olor a “after shave”; con sus manos firmes, con sus
zapatos bien lustrados y su hablar seguro y sutilmente rotundo; con sus verdes
ojos de mirada absorbente. Y allí entre las páginas de su viejo block, Sonia
desgrana su amor no correspondido, y sueña libre y radiante con otra vida y con
otra suerte (“Quédate a mi lado, no te marches más…”)
Después se hará un tortilla
francesa, que junto con un quesito y una manzana será su cena. Y después se acostará, con Félix a sus pies, esperando
que den las ocho para perderse en la fascinante mirada de Javier mientras los
números bailan indecisos en la eterna hoja de cálculo en la que se ha
convertido su propia vida. (“Un beso en un portal, un abrazo, ¡Hasta mañana!...
Tú lo eras todo y yo era nada… Pisábamos los charcos, ¡tan lejos estabas!”).
Juan Goñi
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