No tengo estómago para tanto veneno.


Supongo que la batalla está perdida. Agotado, simplemente agotado de tantas palabras de odio envueltas en banderas de mil colores. Los unos porque si, los otros porque no; nunca palabras de empatía, de comprensión. El prójimo es siempre un enemigo al que derrotar. Humillar, si es posible. Las ideas se extreman, los conceptos se retuercen, los ánimos se encrespan. Acallar al otro con mis gritos, cuanto más enardecidos mejor. Meterse en la profunda barricada ideológica de la que no me sacarán. Ponerse tras la bandera que los “listos” ondean por doquier, mientras los cabecillas, sentados en sus pulcros despachos, dirigen y acaudillan. Insultar con mofa, ridiculizar con sarcasmo, pisotear el respeto ruidosamente, para que se me oiga. Amenazar mugiendo, ladrar barbaridades, maldecir entuertos. Pensar, perder el tiempo cavilando las mejores formas de ofender, asumir como proporcionado el escarnio y la injuria. Que nada se ponga por delante: torcer la historia, la humanidad, la cultura o el idioma, todo vale para olvidarnos. Olvidarnos de la compasión. Esparcir indignidad, sembrar con cuidado mezquindad y afrentas, no olvidar nunca la indignidad del otro. Gritar hasta el odio, odiar hasta el fondo, fondear tranquilamente en la injusticia y justificar tanta infamia con la infamia del vecino. Palabras como “libertad”, “paz”, “democracia” y “concordia” utilizadas como garrote contra la mollera vacía del adversario. Convertir los principios en huecas soflamas. Tomarme por tonto del bote… a cada momento. Y esconder, entre tanto barullo, la corrupción propia y la ajena. La podredumbre anida en los sesos de las huestes (las mías y las otras), que como maniquís, exhiben sin recato el disfraz que el poderoso diseñó. Rivalizar por ver quién la tiene más grande, por ver quién mea más lejos, por ver quién la dice más gorda. Los opulentos se tapan sus sucias vergüenzas, su propia incompetencia, su indolencia, su asqueroso hedor a carroña purulenta, y mientras el rebaño berrea y se solivianta, y ellos, los heroicos defensores de la patria (la mía, la ajena, la cercana, la distante) curan su alma gangrenada y la envuelven delicadamente en sus tesoros tóxicos.

Mientras tanto, miles de personas mueren a diario en el Mediterráneo, en Yemen, en Afganistán, en Siria y en mil sitios más. Y hoy morirá otra mujer en manos de su pareja sanguinaria. Y varias decenas de personas se quitarán la vida, ahogados por las deudas y las penurias que provocaron los que hoy, ahora mismo, perfuman sus impolutos trajes con aromas de patrias y banderas. Y algún bosque arderá. Pero eso no importa.
Ya estoy cansado. Sumamente cansado. Me avergüenzo de mi raza y de mi estirpe. Me voy al bosque porque allí encuentro la única bandera ante la que me rindo.

Hijos del Bosque, ¿Dónde habéis perdido la luz que el bosque nos regaló?
Y a vosotros… dejad de gritarme al oído. No tengo estómago para tanto veneno.

Juan Goñi

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