Bosque en invierno.
Palabras perdidas en la hojarasca derramada del sendero que es vivir. Sentimientos huérfanos de un poema, de un dibujo, de una melodía, de una explicación. Esa soledad que te atenaza el estómago, que termina por subir a la garganta y a los ojos. Ese bosque de invierno, tan solitario, tan desamparado. Esa sensación que remoja mi abrigo y mis guantes, y el barro pegadizo que hace pesar mis botas y por eso mis pasos. Esas hormigas que no existen, que barren la mirada, que caminan por mis piernas y provocan escalofríos en el alma. Las sensaciones, a bandadas grises, revolando entre las ramas vacías. Esas ganas de orinar a destiempo. Y el silencio integral, exhaustivo, solo roto por la gotera espesa y fría que golpea de vez en cuando mi capucha. Y caminar, pese a todo caminar, internarse en la arboleda desabrida, hasta que las voces se vayan acallando, hasta que la muchedumbre quede atrás. Saltar sin juicio sobre las ganas de volver al calor del sofá, a la lluvia tras la ventana, a la ducha caliente y mentirosa. Y caminar empapado, caminar callado, caminar sereno y animoso. Hasta sumergirse por completo en el invierno, en el silencio, en la paz aparentemente muerta y estéril.
Y entonces escuchar el chasquido intermitente del petirrojo posado en el acebo que brilla. Mirar a los ojos profundos del pájaro y dejarse caer en su levedad intensa, insondable. Percibir en ese momento la mirada del bosque alrededor, que mira porque ve; ve dentro de mí, a través de mí, ve a través de todo y de todos. Sentir que se erizan los pelos de mi nuca al saberme tan descubierto, tan examinado. Me mira el petirrojo, y con él el bosque entero, mientras llueve sin pausa y sin pudor. Seguir caminando, goteando, lagrimeando, tiritando. Entonces es cuando Él habla y yo escucho, me afianzo, y pacto. A cada paso más conciliado, más rodeado, más incluido en lo que me circunda. Escuchar y escucharme, y centrarme en lo que Él musita, contestar con coraje sus preguntas, ignorar otros despistes, aceptarlo dentro y sentir.
Volver después, curado y hambriento, mojado y limpio. Y volver a empezar donde lo habíamos dejado.
Y entonces escuchar el chasquido intermitente del petirrojo posado en el acebo que brilla. Mirar a los ojos profundos del pájaro y dejarse caer en su levedad intensa, insondable. Percibir en ese momento la mirada del bosque alrededor, que mira porque ve; ve dentro de mí, a través de mí, ve a través de todo y de todos. Sentir que se erizan los pelos de mi nuca al saberme tan descubierto, tan examinado. Me mira el petirrojo, y con él el bosque entero, mientras llueve sin pausa y sin pudor. Seguir caminando, goteando, lagrimeando, tiritando. Entonces es cuando Él habla y yo escucho, me afianzo, y pacto. A cada paso más conciliado, más rodeado, más incluido en lo que me circunda. Escuchar y escucharme, y centrarme en lo que Él musita, contestar con coraje sus preguntas, ignorar otros despistes, aceptarlo dentro y sentir.
Volver después, curado y hambriento, mojado y limpio. Y volver a empezar donde lo habíamos dejado.
Juan Goñi
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