Ocaso en las proximidades de Arizkun.
Lentamente cae la tarde. Simplemente. No ocurre nada más.
La suavidad es mandamiento en estos segundos perpetuos. La
sensibilidad de un día que muere, tan bello, abruma, emociona, inunda de paz los
ojos y el corazón. Los últimos retazos de luz dibujan atisbos de colores. Ocaso
sin mácula, rotundo y manso, que hiende el espíritu con su último aliento. Bajan
despacio las luces, por entre los robles centenarios. Se pintan de oro los
prados y los arroyos. Y el día agoniza con un estallido de reflejos por
doquier, en silencio. Cuidadosamente observas; tan delicada es la tarde que
incluso la caricia de los ojos parece poder turbarla. Celosamente guardo en mi alma
cada instante prodigioso, y espero embelesado el desenlace silencioso.
Ladran las noticias allí, en el hormiguero. Se revuelcan los
miserables en las tragedias ajenas. Sucumben las buenas almas a la
desesperación y el miedo. Se olvidan de la Esperanza, tan lejana.
Y aquí el ocaso amarillo sucede despacioso. Mesura y
suavidad en las postrimerías del tiempo, se agiganta la maravilla humilde del
crepúsculo otoñal.
Y yo me voy con el Sol, cavilando, con la discreción de un
testigo anonadado.
Juan Goñi
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