En la foto, Bertiz, ayer, 15 de diciembre de 2013,
a las 12 del mediodía. Ocaso matinal en tu Casa.
Estos días de diciembre son los
más cortos y fugaces, los más medrosos del año. El sol cae muy inclinado sobre
la tierra, y las sombras alargadas lo inundan todo, aún a mediodía. El día se
siente acobardado y aparenta dejarse vencer definitivamente por la noche. Los
seres del día parecen tener mucha prisa, y no es de extrañar. En cambio los
seres de la noche se demoran, disfrutan de las largas horas de oscuridad y se
dejan llevar por el amor. Estas son noches de amoríos para los cárabos del bosque
y para búho real del despeñadero. Su canto turbador acompaña en estas fechas un cielo nocturno
espectacular. Estamos en el máximo apogeo del reinado de los “gaueko”, los
genios de la noche.
Alguien parece haberse comido la
tarde en estos días de diciembre.
Ayer fuimos a visitar a un Bosque
cada vez más desnudo, más quieto y silencioso. La arboleda se queda desierta de
cantos, de trinos y de miradas asombradas. Parece que los amigos del Bosque no
quieren verlo en este estado, casi agonizante. Y así la arboleda parece más
desierta que nunca. Pero los sensibles sabemos que es ahora cuando mejor se nos
muestra la verdadera alma del Bosque. Dicen que el alma de una persona pesa 21
gramos. Me gustaría saber cuánto pesa el alma de la arboleda. Mucho más, sin duda.
Porque es ahora cuando el hálito del Bosque se percibe con más nitidez. Bajo la
luz mortecina de una mañana soleada de mediados de diciembre, cuando los
árboles descarnados proyectan sombras difusas que llegan casi al horizonte; cuando
apenas se atisba un soplo de vida silenciosa; ahora cuando no hay sino
destellos de una luz amarilla es cuando más evidente se me hace el sentimiento
de pertenencia a este lugar. Yo soy de aquí para siempre, pero más hoy, cuando
el día entero es un asombrosamente bello ocaso.
Juan Goñi
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