Cuando pasé junto al prado en el
que pastaba, el enorme caballo se acercó a mí y me miró. Sus grandes ojos
negros fijos en los míos me interrogaban. Dos seres tan separados
evolutivamente, tan diferentes, solos en la campiña fría durante este gélido
atardecer de invierno, se sostenían la mirada. En ningún momento atisbé en su
mirada altivez o petulancia, solamente dignidad. ¿Qué me preguntaba el animal
desde el fondo de sus ojos oscuros?
Musité palabras que querían ser
dulces y tranquilizadoras, y el caballo respondió con un relincho suave,
agitando levemente su cabeza poderosa. Acaricié su hocico y él movió la cola.
Permanecimos en silencio, su mirada encadenanda a la mía. Me pareció que poco a
poco me reconocía mientras escudriñaba mi alma. No sé qué quería saber de mí,
pero abrí mi ánimo ante sus ojos y dejé que se asomara a mi mente sosegada.
Estaba caliente su cuello cuando
lo acaricié, palpitaba su corazón despacio pero potentemente bajo sus venas,
nuestros ojos, atados, se comunicaban en silencio. Si me dejas te diré que creo
que nos reconocimos como hijos de la misma Madre, hermanos en este hermoso
Mundo en el que poco a poco el ocaso pintaba de amarillo los prados y aparecían
los primeros luceros en el cielo violeta y rojo.
Saqué mi cámara de fotos y apunté
a su mirada noble, honrada, íntegra. Él levantó de nuevo sus orejas, alzó los
ojos y posó orgulloso y honorable. Y así me dejó sacar esta foto que hoy te
dedico, amigo, de uno de los seres más nobles que pueblan este Planeta ajado y
dolorido.
Me fui poco a poco apartando de
la cerca que nos separaba, sin dejar de mirarle. Creo que me pidió que volviese
otro día a acariciarlo mientras relinchaba ya en la lejanía. Y yo se lo prometí
desde mi pensamiento. Me volví a mirarlo; el galopaba por el prado hacia
ninguna parte; creo que fue su manera de decirme adiós.
Juan Goñi
0 comentarios:
Publicar un comentario